Tu trato con los animales hablará de ti mejor que tus palabras -R.M.J.

martes, 13 de diciembre de 2011

Afganistán nos unió

HISTORIA INCLUIDA EN EL LIBRO "POR LOS ANIMALES" RECIENTEMENTE PUBLICADO
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Soy un soldado emplazado en Afganistán.
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Un día patrullábamos por las orillas del río Kabal, que atraviesa Kabul, y cuando, al pasar por un basural, vi un perro de tamaño mediano, color indefinido por la suciedad, flaco, encorvado, escarbando la basura, seguramente buscando comida. Me arrimé. Por las tetas largas, flácidas, colgando, vi que era una perra. Su color iba más para el blanco, por los manchones que quedaban libres. Estaba esquelética, y debía ser muy mayor porque tenía la barriga negra (según me han dicho queda en ese color al llegar a la vejez). La miré. Ella me miró. La llamé y vino hacia mí.
Francisco, mi compañero, me gritó:
-¡No la toques, puede estar enferma!
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El aviso llegó cuando mi mano ya acariciaba la cabeza de la perra.
La estudié. Sus ojos eran tristes y su mirada amigable. Algo había en aquel animal que inspiraba ternura. Como un gato se fregó en mis piernas. Le acaricié el lomo. Me lamió la mano. Había nacido la amistad.
-Te dije que no la tocaras. ¿Eres tonto o qué? ¡Te puede transmitir una enfermedad! –reclamó Francisco.
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La llevé conmigo. Al fin habría alguien junto a mí. En recuerdo a una perrita que tuve de niño, le puse su nombre:
-Te llamarás, Tula.
El nombre le gustó. Cada vez que lo decía, movía la cola y venía a pedir mimos. Ella estaba tan necesitada de amor, como yo de compañía.
La bañé, la sequé con una toalla, y le hice una cama con un montón de trapos. Tula se echó sin titubear. No deja ba de mirarme.
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Al otro día la llevé al veterinario.
-La perra, aparte de desnutrida, tiene disfunción de los órganos más importantes y un claro proceso degenerativo. Le queda poca vida.
El estremecedor diagnóstico del veterinario no me asustó. La vida que le restara a Tula, la viviría con un amigo a su lado.
Después que la desparasitó y la vacunó, salimos. La perra caminaba contenta.
Esa tarde llamé a Santander. Le conté a mi familia, y tam bién a mi novia, que Tula había llegado a mi vida, que ya no me sentiría tan solo.
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Los compañeros se reían.
-Vaya perra vieja que te has buscado.
-A esa perra flaca y tetona la van a comer las pulgas.
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Yo me hacía el desentendido. Me constaba que muchos soldados habían adoptado mascotas. Las mascotas no enjuiciaban, daban amor incondicional, y se convertían en las mayores depositarias de los sentimientos más íntimos. En un trabajo de constante tensión, algunos necesitábamos una ayuda psicológica. Nos entrenaban para ser duros. Pero cuando veía mos el sufrimiento de la gente de aquel país, las familias des hechas y los huérfanos mendigando, tal dureza desaparecía.
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La muerte de Tula me preocupaba. Algo sin sentido en el lugar que estábamos. Teóricamente en zona de paz, pero en la práctica la guerra continuaba. El enemigo nunca estaba a la vista, pero estaba cerca. No tenía cara pero podía sor prendernos donde menos se sospechaba. Aunque no llevábamos una vida solitaria, por estar en un grupo tan grande, notábamos que vivíamos rodeados de la muerte, y en el punto de mira del odio. Por lo tanto, en cualquier momento una
emboscada o un atentado…
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No quería morir antes que Tula, porque sabía que ella volvería al basural.
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El trabajo me impedía compartir muchos momentos con ella, aunque sí repartíamos la emoción de estar juntos. Yo no podía llorar delante de mis compañeros, pero sí podía llorar abrazado a mi perra. De ahí mi suerte por tenerla.
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Poco a poco iba recuperándose. Comía bien, el pelo empezó a tener brillo, la tristeza se le fue de los ojos, y jugaba conmigo.
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Pasamos ocho meses de felicidad. Ocho meses convertidos en inolvidables.
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Pero, al pisar el noveno, el diagnóstico del veterinario comenzó a hacerse realidad. Tula se iba encorvando, respiraba mal, las patitas traseras no le respondían, y se negaba a comer. Cuando la acariciaba me lamía las manos y me atravesaba con la mirada…
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El 2 de julio de 2008 fui hasta su cama. Estaba hecha un ovillo y soltaba unos sonidos roncos. No abría los ojos. Pensé que si la hacía caminar le vendría bien. La alcé en brazos y la llevé a un campo cercano. La puse en el suelo. Tula no mejoraba. Al contrario, comprimía el cuerpo y aumentaban los quejidos. Sufría. El dolor la dominaba. La acaricié para transmitirle alivio. Nada. El dolor podía con ella. ¿Qué hacer? Le mojé la cabeza con agua, le hice masajes en las patas, intenté levantarla. Nada. Me dolía verla así, verla sufrir tanto. La pena se apoderó de mí. Tula temblaba, lloraba, gemía, me pedía ayuda…
Cogí el arma, cerré los ojos, apreté el gatillo…
Ya sólo vivía en mi corazón.
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Ese mismo día hubo un sangriento atentado. Dos víctimas españolas.
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Yo estaba muy triste, caído. Francisco me gritó:
-¡Eres un hijo de p…! ¡Acaban de matar a dos compañeros y tú llorando a tu perra!
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Esa noche no pude dormir. Me sentía horrible. La cabe za se me llenaba de voces. Unas voces que escuchaba nitidamente:
-¡Tú la mataste y eso te matará!
-Hiciste lo que debías. Tula sufría mucho y en ese caso lo mejor era…
-Tal vez si la dejabas podía vivir un poco más.
-Ya estaba muy mayor y sufriendo. Seguro que se marchó feliz por los días de felicidad que le has dado.
-Si no se levantaba del suelo ya no podía vivir.
-Salvaste un alma y la enviaste a un lugar mejor.
-Fue la decisión justa. Si ella hubiese podido hablar seguro que te lo habría pedido.
-Tula te estará agradeciendo por impedir que siguiera sufriendo.
-Recuerda lo bonita que te hizo la vida. Recuerda los momentos alegres, y da gracias que fuiste tú el que la apartó de una larga agonía.
-Estás en un proceso normal de duelo. Tranquilízate y descansa.
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Cuando vuelva a Santander, voy a sacar a Tula de Afganistán. Ella se irá adentro de mi memoria.
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Pablo Pineda PérezAfganistán
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PUBLICADO POR RICARDO MUÑOZ JOSÉ
http://linde5-otroenfoque.blogspot.com/

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