Tu trato con los animales hablará de ti mejor que tus palabras -R.M.J.

jueves, 30 de octubre de 2008

EL PERRO DEL ADIÓS.

¿UN MONUMENTO A UN PERRO QUE INSPIRABA TEMOR?

En Andalucía, tierra en la que el trabajo amalgama sueños y la poesía desgrana metáforas, se encuentra Córdoba, con los ojos bañándose en Sierra Morena y los pies escalando el Guadalquivir. Y en el sur de Córdoba, allá donde el viento hace esquina con el olivo, y la acción del músculo convierte la aceituna en fruto humano, desde 1382 establece domicilio Fernán Núñez, un pueblo laborioso que canaliza sus esfuerzos hacia el arco iris de la esperanza.

En Fernán Núñez, y en plena década del setenta -siglo XX- arrancó esta historia. Una historia que desafió al entendimiento, al asociar el desasosiego a la extrañeza. Y no por tratarse de un hecho esporádico que se desnudó ante lo pintoresco, sino, porque este episodio desplegó su andadura a lo largo de diez años.

El protagonismo recayó en un perro que desprendía un fuerte halo de intimidación. Eso sí, no fue un can que le ladraba a las sombras ni le exhibía los colmillos al primero que pasaba. Tampoco tenía casa en la que vivir, ni cadena que le pusiera metros a su libertad.

Todo en él acuñaba lo sorprendente. Empezando por el modo de desembarcar en esta población. Había pertenecido a un mendigo que falleció a su lado. El can permaneció junto al cuerpo tal si custodiara su solitaria partida. Cuando lo hallaron, el cadáver ya estaba en extremo estado de descomposición. Al hombre lo enterraron sin otra compañía que la de su fiel perro.

Entonces, el pobre chucho, sin dioses que lo protegieran ni cariño que lo abrigara, acopló sus carencias a la calma de Fernán Núñez. Algunas personas, conmovidas por su desdicha, lo alimentaron. Alguien lo llamó Moro. Pero la relación de Moro con la mayoría de los vecinos derivó en el descontento, al engarzarse lo normal a lo inquietante. ¿Por qué? ¿Se trataba de un ser siniestro? ¿De un ser con poderes sobrenaturales? ¿Era una criatura del inframundo que regresaba de los tenebrosos abismos del misterio, a buscar víctimas que se unieran a su perenne ambular?Durante un entierro se destapó el frasco del recelo. Cierto día, en un quieto paisaje de cruces oxidadas, lápidas frías, candelabros sin brillo y flores desmayadas, allí donde la vida se pierde de vista para transformarse en tierra callada, la atención de la gente rodó hacia él; un perro grande color de las tinieblas, con un ojo negro -similar al pelaje- y el otro blanco cual señal de ausencia. Su señera figura y silente actitud, asumía el aspecto de un doliente más. La curiosidad no tardó en comprobar que en cada fallecimiento el can participaba de las exequias.

Empero, lo que realmente disparó las suspicacias, fue su rara costumbre; se aproximaba al domicilio de algún enfermo, y, con la mirada ungida en el presagio y los movimientos hundidos en la tristeza, tal si obedeciera a un enigmático mandato, se tumbaba en la puerta a esperar el cercano desenlace. Cuando el deceso deshacía la madeja del drama, y en el velatorio la parca hubo establecido su parafernalia, Moro entraba en la casa. Su manso mirar le transmitía el pésame a los deudos, y luego, con los ojos cargados de reflejos de las velas, sin molestar el reposo de las flores ni coartar el apogeo de las lágrimas, se tendía en un rincón a aguardar la hora del cortejo. Al día siguiente, desde el silencio de su naturaleza, presenciaba el estremecedor instante del sellado del ataúd. Ergo, integrado en la comitiva, y participando del espectáculo que el dolor paseaba por las calles, acudía al cementerio. Allí, en medio del pesar y las frases sin palabras cargadas de comprensión, observaba cómo los asistentes se abrazaban dándose ánimos ante el duro trance del sepultamiento, y cómo los abatía las paladas de tierra marcando un espacio para el recuerdo. Después, la nada. El difunto ya pertenecía al pasado, y los familiares se marchaban camino a la resignación.

Rápidamente la voz popular le dio curso a la sentencia; cruzarse con Moro equivalía a poner un pie en el otro barrio. Tal posibilidad alarmaba; ¡el perro era un emisario de la muerte! ¡Y dónde se detenía la guadaña cantaba su canción de invierno!
. A su paso cundía la zozobra. todos pasaban a varios metros de él, sin mirarlo y con los dedos cruzados ahuyentando el peligro. Y si el perro decidía pararse frente a una vivienda, los moradores lo espantaban golpeando cacerolas o tirándole cascotazos. A Moro semejante proceder lo hería profundamente, pues, al anularle el afán de amistad lo aislaba cada vez más
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La ojeriza encendió la mecha. Al verlo la gente salía pitando; algunos se subían a los árboles, y otros improvisaban visitas a los vecinos entrando en casas ajenas. Al avistar al perro, a los hombres se les caían los calcetines y a las mujeres las enaguas. Muchos claudicaban frente al miedo y la sugestión los hacía sentirse mal; desbordados por la angustia y con ganas de morir. Moro era más silencioso que el cáncer y más eficaz que la metralleta. De existir hoy, alguna potencia lo nombraba Ministro de Relaciones Exteriores, y lo mandaba a diezmar pueblos; especialmente a los que tienen petróleo.
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En esos idos años, en Fernán Núñez el verbo estampar no llegó a convertirse en estampida, gracias a muchas personas que veían a Moro tal cual era; un perro. Sobre todo, aquellos que lo trataban con ternura por haberlos acompañado en el doloroso trance de la pérdida de un ser querido. Esta fue la gente que cuidó de él y lo atendió en todas sus necesidades.
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El chistecillo recorrió las calles:
-Pal Moro, el Día de los Difuntos es su día de fiesta.
Y junto al chistecillo, la desconfianza le puso alas a los interrogantes:
-¿Y no será que la gente palma por haberlo visto?
-Pa mí que el Moro tiene poderes mágicos, y se los carga pa aumentar el prestigio.
De haber sido verdad esto último, las Fuerzas Armadas no se enteraron, con un perro así ¿para qué armamento?

Varios, temblando por dentro, cual una prueba de valentía insistieron en acariciarle la cabeza. Moro captaba el recelo pero se hacía el sueco, y tras mover la cola alejando los fantasmas de la repulsa, les colocaba un húmedo lengüetazo modelo trapo de la cocina.

La exageración popular le atribuyó su participación directa en unos seiscientos casos, con ritual completo; anuncio, velatorio, cortejo y enterramiento. Cifra difícil de aceptar al ser Fernán Núñez una localidad pequeña. Además, si el año se compone de cincuenta y dos semana, en diez años las cuentas cantan más de un muerto semanal (un poco más y lo acusaban de genocidio).

No obstante, la existencia de Moro también cumplió una eficiente función social; al verlo rondar daba tiempo de avisar a toda la parentela, e incluso de discutir con la funeraria el precio del servicio. Asimismo, su agorero hábito contribuyó a que muchos fallecieran sonriendo; imaginando las caras de los acreedores al enterarse que ya no le podían cobrar. Igualmente fue fuente de inspiración para otros, que hallaron en él la forma de librarse de las suegras. Otras, ansiosas por enviudar, abrazaron la idea de atarlo a la pata de la cama del marido.
No es descabellado pensar que se habrán dado escenas de este tipo.
La mujer parada en la puerta de su casa, ve venir al esposo haciendo eses.
-¿Por qué caminas tambaleándote?
-Porque el Moro me hizo mal de ojo.
-¿Y el mal de ojo tiene olor a vino?

Mas, el cúmulo de la sorpresa asumió rol de inexplicable cuando, en un alarde de anticipación, se quedaba jornadas y jornadas a las afueras del pueblo, hasta que la espera concluía con el arribo de un vehículo fúnebre, trayendo un difunto a exhumarlo en el cementerio local. Entonces Moro se incorporaba a la comitiva tal si fuera un condoliente más. Inclusive, ocurrió, que estando lejos de un hecho luctuoso, él, avisado por un sexto sentido o por el olfato, venía al encuentro del séquito y respetuosamente se sumaba al grupo, sin aquilatar la clase social ni la posición económica del finado.

Sin embargo, este ejercicio de equidad no convencía a la gente. Se sabe que algunos intentaron deshacerse de él, y al menos dos veces lo metieron clandestinamente en camiones en tránsito, a fin de que desapareciera definitivamente. Acciones estériles, ya que regresaba sin ruido, para alegría de los que sí lo amaban.

Un amanecer Moro abrió los ojos y se vio rodeado de personas jóvenes. Agachó la cabeza esperando una suave caricia, y recibió una patada en la amplitud de sus costillas. Y a la patada inicial le siguió un palo, y a continuación otro, y otro... Cada golpe era una erupción volcánica explotando en su cuerpo. Moro se encogía tratando de alejarse de los impactos. Las babas y el dolor se hermanaron en la honda zanja de la paliza. La mañana compartía espacio con los gritos, los garrotazos y las risas. Para el can todo se volvió turbio; las luces y las sombras compusieron el múltiple gris de la desesperación. Sintió que su masa corporal iba asumiendo otra configuración; desembocando en un amasijo de huesos rotos, heridas abiertas y vísceras aplastadas. El hocico perdió la forma, y un ojo, al reventar, encontró refugio debajo de una oreja; los colmillos que robustecían su defensa, le llenaron de astillas la boca, y la sangre, al desertar de sus venas, volaba sembrando manchas en el suelo. La fuga por la grieta de la salvación, ya languidecía en un horizonte de agonía. La cola que dibujaba señales de amistad en el aire, echó anclas en un mar de quietud. La muerte aceleró su final con cruda firmeza, con espantosa realidad. Lo último que escuchó fueron las secas voces apagándose en la distancia. Murió sin entender porqué. La superstición habíase cobrado una nueva víctima. Moro cerró sus días en el Parque del Llano de Las Fuentes en completa soledad, sin depositar su mirada en una mirada amiga.

Corría el año 1983. Se fue de la vida como la vivió; en silencio. Pero no se marchó por el declinio somático, que fríamente pasa su factura cual tributo existencial. A él, el adiós le sobrevino a través de esa fuerza ilusoria con la que el alcohol arma el puño de los cobardes. ¿Qué mal había hecho? Pues, nacer en un mundo de hombres.

La gente empapada de tristeza, le dio sepultura junto al paredón de las Huertas Perdidas. Al poco tiempo, la sorpresa volvió a estremecer el entendimiento: el muro se desplomó sobre la tumba, esculpiendo con escombros su definitivo panteón.

Los años pasaron, y al cumplirse la docena de su brutal asesinato, en el mismo Parque del Llano de Las Fuentes, el amor del pueblo de Fernán Núñez inauguró su monumento (obra del escultor Juan Polo).

La historia de este sorprendente animal adquirió relieve en crónicas de la prensa nacional e internacional. Hasta la televisión alemana lo homenajeó con el programa especial: "Die ungewöhnliche Geschichte von Moro, einem wahrsagenden Hund aus Spanien" (La insólita historia de Moro, un perro vaticinador de España).

Hasta hoy perduran algunas preguntas: ¿Cuándo aullaba con acento quejumbroso, predecía el deceso de alguien o sólo reclamaba compañía para su desamparo? ¿Verdaderamente podía vaticinar un óbito, o su presencia en el lugar rimaba con la casualidad? ¿Y si la intuición le hacía captar la tristeza que emana de las casas dónde hay un enfermo? ¿Y si los humanos antes de morir segregan algún olor o sustancia, y los perros lo perciben? No es desatinado considerar que, al haber permanecido mucho tiempo al lado de un cadáver en descomposición, en su olfato arraigó el olor de la muerte. Entonces, más que facultades paranormales, el comportamiento de Moro debíase a una reacción bioquímica. En el antiguo Egipto ya conocían la extraordinaria capacidad de los perros, y los aceptaban hasta el punto de adorar a Anubis, el señor de las acrópolis.
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Vista de Fernán Núñez en la actualidad.


Ricardo Muñoz José
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(Reminiscencia elaborada con la historia y las imágenes tomadas de Internet).
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Agradezco a las amigas y a los amigos de estas páginas, por la valiosa ayuda que me prestaron para sacar adelante el presente texto.
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miércoles, 8 de octubre de 2008

Canelo; la triste historia de un perro triste.

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¿UNA CALLE CON EL NOMBRE DE UN PERRO?
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En la trimilenaria ciudad de Cádiz, un animal escribió con letras de constancia y pulso de lealtad, una de las más hermosas páginas que la humanidad recuerde. Lo llamaron "El perro de Cádiz" y "El perro de todos". Incluso, alguien lo definió como canis viator gardirense, es decir, "perro callejero gaditano".

Este can tiene calle propia. El Ayuntamiento, gracias al empuje de AGADEN (Asociación Gaditana para la Defensa de la Vida y el Estudio de la Naturaleza) y del pueblo entero, le dio su nombre a la vía peatonal adyacente al Hospital Puerta del Mar, donde el chucho pasó sus últimos años. En la citada calle se instaló una rememorativa placa de bronce -obra de la escultora Presentación Navarro-, en la que se lo ve echado, en inequívoca postura de espera.
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Esta historia empezó a rodar al final de la penúltima década del siglo XX, y cuenta con dos protagonistas; un vagabundo doblegado por el padecimiento, y un perro de conducta mansa y silente andar. Para el mendigo su perro lo era todo; amor, amistad, y coraza contra el virulento soplo de la soledad. Y para el perro su dueño significaba el lenguaje pleno reducido a dos palabras; un amigo. Las calles gaditanas los vieron pasar enhebrando paseos y alegrías; el hombre vigilando su can con la amplitud de su cariño, y el can husmeando en cada rincón, y enredándose en breves carreras con oponentes imaginarios.
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El indigente, una persona de salud quebrantada, albergaba en su interior un desagradable invasor; una enfermedad renal que le exigía someterse a diálisis cada semana. El perro, cual sombra asociada, iba con él hasta la entrada del Hospital Puerta del Mar.
Aquella mañana el mendigo se despidió de su mascota:
-Espérame aquí, compañero.
Y el "compañero", como siempre, se quedó allí; firme.

Pero ese día la dolencia derivó en gravedad, y el paciente fue ingresado de urgencia. Mientras tanto, el chucho calmamente aguardaba al amigo.

Y se produjo lo inevitable, ¡la muerte llegó sin preámbulos y al enfermo le firmó el fin de su existencia!

El perro desconocía que el amor y las caricias nunca más tornarían.

Por la puerta que enmarcaba el regreso, el amigo no salió. Tal vez la muerte, en un gesto bondadoso, le dio otro camino a la retirada, librando al animal del trauma de la separación.
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Las horas fueron cayendo en el depósito del tiempo, y el portento del reencuentro se resistía a mostrar su rostro amable. En la memoria del can resonaba la frase que marcaría el comienzo de su desamparo: "Espérame aquí, compañero". Y ahí se mantenía, repasando con mirar prolijo las figuras de quienes abandonaban el centro sanitario.
Las jornadas pasaron y las preguntas corrieron rumbo al entendimiento de Cádiz; ¿qué hacía ese perro en la puerta del hospital? ¿Por qué sus ojos siempre estaban clavados en la entrada? ¿Por qué volvía cuándo lo espantaban? La búsqueda de respuestas fue abonando la curiosidad popular. Empero, pronto la verdad destapó la razón del extraño comportamiento; el perro aguardaba a su dueño, y su dueño había muerto al otro lado de la puerta.

Rápidamente el drama del animal empezó a hallar cobijo en todas las conversaciones, y se referían a él por el apelativo de Canelo, el color de su pelo. Y Canelo poco a poco se fue convirtiendo en la personificación de la lealtad.

El personal del hospital, los vecinos, y los taxistas con parada en el lugar, acoplaron el esmero al respeto, y lo atendieron en sus necesidades. Mas, por timidez o por un reflejo de cortesía el chucho rechazaba el agua y la comida. No obstante, en el momento que la debilidad se impuso, la merma de fuerzas le aconsejó aceptar las invitaciones. Comía y bebía con gesto humilde y miradas agradecidas, meneando la cola en réplica a las caricias que le daban.
Muchos quisieron adoptarlo, pero en Canelo la determinación lucía un único tono; la fidelidad. Y la fidelidad lo estancaba en señera actitud, y con la imagen del amigo refugiada en su memoria; deseando verlo aparecer con la sangre renovada, enarbolando una sonrisa, y trayendo en las manos el contacto que premiaría la espera.
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Los días transcurrieron conformando meses, los meses al agruparse formaron años, y los años agigantaron su desdicha en la emoción de la gente. Pero él aguantaba, ungido de firmeza, inaccesible al desaliento, y con la intemperie como abrigo.

Las crónicas de entonces registran: "Desde Estados Unidos llegó una caseta de can para que fuera su vivienda, pero las ordenanzas municipales prohibían su instalación a las puertas del hospital". Canelo ni se inmutó por la rigidez del Ayuntamiento, y continuó siendo lo que siempre había sido; un "sin techo".

La triste historia de este perro triste obtuvo resonancia nacional e internacional. De él se ocuparon numerosos medios de comunicación, y apareció en los noticieros de todo el mundo. La BBC le dedicó un documental tierno y conmovedor.

Una mañana, Canelo sintió que algo en forma de redondel silbaba sobre su cabeza, y antes que el instinto lo catapultara al salto de la fuga, la cuerda aterrizó en su cuerpo y un tirón apretó el nudo del rigor cortándole la respiración. Quedó con las patas abanicando el aire, haciendo de la impotencia el cepo de su desesperación. Los laceros lo llevaron a la perrera. Sin una queja, Canelo integró su mansedumbre en los ladridos de los otros ocupantes del lugar -verdadero corredor de la muerte para los animales sin hogar-. ¿Qué había ocurrido? Pues, que un caballero presentó una denuncia, quejándose de la permisividad otorgada al can tan cerca del acceso al hospital, sin contemplar el riesgo para la salud pública.

La reacción no tardó en emerger; los gaditanos, con AGADEN al frente, se aunaron en el grito y arremetieron contra las autoridades municipales. El empeño popular obró el prodigio de la rectificación. El Ayuntamiento decidió poner en la liberación una vertiente de simpatía, y lo convirtió en "perro indultado" (privando así a la perrera de su huésped más ilustre). La presión del pueblo salvó a Canelo del "aislamiento preventivo" y de la guadaña sanitaria.

AGADEN se hizo cargo de él, y tras vacunarlo y desparasitarlo, le arregló la documentación a fin de que dejara de ser un "sin papeles". Y nuevamente hubo personas que intentaron adoptarlo. Intentos baldíos, ya que se escapaba y volvía al sitio; a la atalaya de la expectativa. A él le constaba que su amigo entró por ahí y por ahí tendría que salir.


El 9 de diciembre de 2002, días antes que el nuevo año desembarcara con sus campanadas, brindis y alegría, Canelo, ahogado por la espera, cruzó una calle en pos de un respiro, y la muerte vino a su encuentro montada en el ímpetu motorizado. En las inmediaciones del Hotel Playa Victoria, el descuido de un conductor lo descabalgó de la vida. El desaprensivo, al amparo de los reflejos de la chapa de su automóvil, huyó a ocultarse entre los pliegues del anonimato. Canelo acabó tumbado, vencido; sintiendo los pulmones en fase decreciente, y maquillando el rostro del asfalto con su sangre generosa.

La noticia ¡estremeció la ciudad! ¡La mudez se apoderó de las gargantas! Los niños mordieron sus risas, la actividad arrió banderas, la ambición detuvo los vaivenes, y el pueblo buscó en los corazones una lágrima de consuelo. En la atmósfera se palpaba el desgarro del silencio. A los ojos de Cádiz subió la tristeza, y el pesar congeló todos los gestos; el perro más querido se había marchado a los puertos del adiós.

Así concluyeron doce años de inútil espera. Doce años consumidos palmo a palmo, minuto a minuto, mirada a mirada; ensamblando luces y sombras, fríos y calores, céfiros y tormentas. Canelo, al morir, su postrer pensamiento viajó hasta el añorado amigo, llevándose cual regalo de despedida, el recuerdo del arrullo de sus palabras, la tibieza de su mano cariñosa, y el tintineo de su sonrisa.

La vida de Canelo se escurrió por la estela dibujada con su lealtad, pero nos dejó lo único que nos podía dejar; un inolvidable mensaje de amor. El olvido no ha borrado su huella. Su infelicidad permanece engarzada a la memoria de aquellos que lo amaron. Gente que tránsida de emoción, al pie de la placa estampó esta leyenda: "A Canelo, que durante 12 años esperó a las puertas del hospital a su amo fallecido. El pueblo de Cádiz como homenaje a su fidelidad. -Mayo de 2003".

Este modesto animal, ergo haber vivido en estado de abandono, pasó a ser la musa de una pléyade de artistas, saltanto de las bellas artes a la música, y de la música a las letras. Miguel Torres López lo incluyó en su novela "Los que esperan". Pépin Muriel le dedicó el libro infantil "El perro Canelo". El poeta Juan Pablo le hizo un poema "A Canelo", al que pertenecen estos versos: "Te encuentro siempre triste y abatido, pero atento adonde tu mirada alcanza, porque aún no has perdido la esperanza, ni aceptas que tu amo se haya ido".

Si los deseos tienen alas, mis pensamientos vuelan hacia ese recodo de la esperanza, donde seguramente están Canelo y su dueño; unidos para siempre en el abrazo que la felicidad concede a las almas puras.

Ricardo Muñoz José

Reminiscencia elaborada con la historia y las imágenes tomadas de Internet.

viernes, 3 de octubre de 2008

Un perro de reacciones raras.

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LOS PERROS TAMBIÉN TIENEN SUS MANÍAS
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La de éste es que no quiere ser molestado cuando come
Veámoslo
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