Tu trato con los animales hablará de ti mejor que tus palabras -R.M.J.

martes, 20 de diciembre de 2011

Truhán, un perrito hecho regalo.

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OTRO CUENTO DE NAVIDAD


Autor: Ricardo Muñoz José



La mano humana surgió ante la perra, y ella armó con el gruñido el escudo protector de sus crías. Cuando el cachorrito se elevó llevado por la mano, dibujó una dentellada de feroz decisión.


La voz del perro-padre frenó el impulso del instinto.
-Déjalo. No le hará nada. El hombre es el mejor amigo del perro.
El perrito escuchó la frase paterna y la guardó en la memoria.


La perra lanzó un gemido, y levantando una pata a modo de ruego, esgrimió una muda mueca implorando que le devolviera a su hijo. Los ojos se le vidriaron, y de su boca abierta cayó la lengua vencida.
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Acurrucado entre las altas paredes de una caja de zapatos, el perrito pasó de las manos del hombre a las manos de otro hombre, a cambio de dinero.
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El coche, al alejarse, apagó con distancia los lastimeros aullidos de la perra, que ahogada en impotencia tragó la amargura de la certeza: sabía que nunca más volvería a ver al hijo de sus entrañas.
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Una calle marcó el punto de destino. El hombre descendió del vehículo caja en ristre; tal un pirata cargando el cofre del tesoro. Tras un corto viaje en ascensor, un desolado pasillo los depositó ante una puerta. El hombre la abrió y dijo a viva voz:
-¡Niños! ¡Éste es el regalo de Navidad!


La alegría iluminó todos los rostros. Cual un muñeco de peluche el perrito pasó de brazo en brazo, coronado de miradas tiernas y aturdido de caricias. En el ánimo del animalito aterrizó la felicidad al saberse amado. A modo de obsequio de bienvenida pronto recibió un nombre: lo llamaron Truhán. Y para Truhán, el rudo frío de diciembre desaparecía en el calor humano que lo rodeaba.
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Las jornadas pasaron y los gemelos, Marisa y Jorgito, hacían del descanso de Truhán un postergado deseo, ya que, entre juegos y mimos, lo agotaban. Y los paréntesis de respiro eran aprovechados por la abuela Paca, que lo ponía en el regazo a colmarlo de cariño. Además, tres veces al día lo llevaban al parque, donde corría a gusto, y con otros perros del vecindario enredabánse en continuos juegos. Tanto amor y atención le recordaban la frase de su lejano padre: "El hombre es el mejor amigo del perro".
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Mamá Clara y papá Joaquín, sonreían complacidos; sin asomo de dudas, el perrito completaba el cuadro familiar.
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En tanto, el tiempo fue haciendo de Truhán un animal ágil e inquieto, y, sobre todo, un ser amoroso en compañía de la gente. -Es encantador -decían los vecinos.
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Truhán acompañó la angustia familiar por la enfermedad de la abuela Paca, presenció las disputas de Clara y Joaquín, y compartió las risas y las lágrimas de los gemelos.
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Llegaron los calores fuertes.


Una mañana bien temprano, como acostumbraba a hacerlo, papá Joaquín lo instó a subir al coche. Truhán, de un salto se instaló en el asiento de al lado del conductor. Anduvieron mucho rato. El hombre conducía intercambiando cariñosas miradas con el perrito.


Mucho tiempo después de abandonar la ciudad, Joaquín detuvo el automóvil. Se bajó, abrió la puerta, y sonriente lo invitó:
-Vamos, Truhán. Baja a correr un poco.
Él saltó a tierra, y gorgoteando entusiasmo salió disparado a retozar por el campo. Brincó entre piedras y matorrales, le ladró a las aves que levantaban vuelo nada más verlo, y consumo la divirsión poniendo en fuga a una lagartija. Mas, al volver la cabeza buscando la sonrisa aprobatoria de Joaquín, éste ya no estaba.
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Con la mueca desencajada y el hocico levantado, vio al coche empequeñecerse en la medida que se alejaba. De pronto, el zarpazo de una curva lo borró de su vista. Una espuma blanquecina le brotó de la boca, y sintió el cuerpo sacudido por el latigazo de la sorpresa. Al instante la tristeza lo atravesó, y el ánimo cayó postrado a los pies de la soledad. Entonces Truhán, eludiendo aceptar lo evidente, optó por echarse en el arcén, preso al silencio, y anegado de esperanza decidió aguardar el regreso de Joaquín.
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En los brazos de la abuela, Marisa y Jorgito, lloraban.
-No teníamos con quien dejarlo -les repetía la madre, a fin de mitigar la pena de los niños, que en los dedos aún sostenían la pelota y los muñecos de Truhán, pues en aquellos juguetes palpitaba la alegría del amado perrito .
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Llegó el padre.
-¡Solucionado! Mañana nos vamos de vacaciones. Después les compraré otro.
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Las horas transcurrieron lentamente, la luz dio lugar a la sombra, y de la sombra brotó el nuevo día. Los rayos del sol cayeron en vertical, encendiendo las gotas de rocío posadas en las hojas. Y Truhán, allí; único habitante en el inerte paisaje del abatimiento. Tenía sed, tenía hambre, pero seguía sin apartar los ojos de la carretera. En su interior, el abandono ya entonaba una afilada canción. Con la mirada sin brillo y un dolor sin llanto, el pobre gemía sin ruido. Lo azotaban los ecos del ayer; la casa, los niños, el amor que le brindaron. Todo lo había perdido sin saber porqué. Y en la cabeza las palabras del padre: "El hombre es el mejor amigo del perro".
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-Apareció de golpe. ¡No me dio tiempo a frenar!
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Las manchas de sangre que pintaban el asfalto eran el último vestigio de su paso por la vida. En el cielo, las nubes corrían cual olas cabalgadas por el viento.
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Ricardo Muñoz José


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martes, 13 de diciembre de 2011

Afganistán nos unió

HISTORIA INCLUIDA EN EL LIBRO "POR LOS ANIMALES" RECIENTEMENTE PUBLICADO
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Soy un soldado emplazado en Afganistán.
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Un día patrullábamos por las orillas del río Kabal, que atraviesa Kabul, y cuando, al pasar por un basural, vi un perro de tamaño mediano, color indefinido por la suciedad, flaco, encorvado, escarbando la basura, seguramente buscando comida. Me arrimé. Por las tetas largas, flácidas, colgando, vi que era una perra. Su color iba más para el blanco, por los manchones que quedaban libres. Estaba esquelética, y debía ser muy mayor porque tenía la barriga negra (según me han dicho queda en ese color al llegar a la vejez). La miré. Ella me miró. La llamé y vino hacia mí.
Francisco, mi compañero, me gritó:
-¡No la toques, puede estar enferma!
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El aviso llegó cuando mi mano ya acariciaba la cabeza de la perra.
La estudié. Sus ojos eran tristes y su mirada amigable. Algo había en aquel animal que inspiraba ternura. Como un gato se fregó en mis piernas. Le acaricié el lomo. Me lamió la mano. Había nacido la amistad.
-Te dije que no la tocaras. ¿Eres tonto o qué? ¡Te puede transmitir una enfermedad! –reclamó Francisco.
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La llevé conmigo. Al fin habría alguien junto a mí. En recuerdo a una perrita que tuve de niño, le puse su nombre:
-Te llamarás, Tula.
El nombre le gustó. Cada vez que lo decía, movía la cola y venía a pedir mimos. Ella estaba tan necesitada de amor, como yo de compañía.
La bañé, la sequé con una toalla, y le hice una cama con un montón de trapos. Tula se echó sin titubear. No deja ba de mirarme.
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Al otro día la llevé al veterinario.
-La perra, aparte de desnutrida, tiene disfunción de los órganos más importantes y un claro proceso degenerativo. Le queda poca vida.
El estremecedor diagnóstico del veterinario no me asustó. La vida que le restara a Tula, la viviría con un amigo a su lado.
Después que la desparasitó y la vacunó, salimos. La perra caminaba contenta.
Esa tarde llamé a Santander. Le conté a mi familia, y tam bién a mi novia, que Tula había llegado a mi vida, que ya no me sentiría tan solo.
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Los compañeros se reían.
-Vaya perra vieja que te has buscado.
-A esa perra flaca y tetona la van a comer las pulgas.
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Yo me hacía el desentendido. Me constaba que muchos soldados habían adoptado mascotas. Las mascotas no enjuiciaban, daban amor incondicional, y se convertían en las mayores depositarias de los sentimientos más íntimos. En un trabajo de constante tensión, algunos necesitábamos una ayuda psicológica. Nos entrenaban para ser duros. Pero cuando veía mos el sufrimiento de la gente de aquel país, las familias des hechas y los huérfanos mendigando, tal dureza desaparecía.
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La muerte de Tula me preocupaba. Algo sin sentido en el lugar que estábamos. Teóricamente en zona de paz, pero en la práctica la guerra continuaba. El enemigo nunca estaba a la vista, pero estaba cerca. No tenía cara pero podía sor prendernos donde menos se sospechaba. Aunque no llevábamos una vida solitaria, por estar en un grupo tan grande, notábamos que vivíamos rodeados de la muerte, y en el punto de mira del odio. Por lo tanto, en cualquier momento una
emboscada o un atentado…
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No quería morir antes que Tula, porque sabía que ella volvería al basural.
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El trabajo me impedía compartir muchos momentos con ella, aunque sí repartíamos la emoción de estar juntos. Yo no podía llorar delante de mis compañeros, pero sí podía llorar abrazado a mi perra. De ahí mi suerte por tenerla.
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Poco a poco iba recuperándose. Comía bien, el pelo empezó a tener brillo, la tristeza se le fue de los ojos, y jugaba conmigo.
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Pasamos ocho meses de felicidad. Ocho meses convertidos en inolvidables.
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Pero, al pisar el noveno, el diagnóstico del veterinario comenzó a hacerse realidad. Tula se iba encorvando, respiraba mal, las patitas traseras no le respondían, y se negaba a comer. Cuando la acariciaba me lamía las manos y me atravesaba con la mirada…
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El 2 de julio de 2008 fui hasta su cama. Estaba hecha un ovillo y soltaba unos sonidos roncos. No abría los ojos. Pensé que si la hacía caminar le vendría bien. La alcé en brazos y la llevé a un campo cercano. La puse en el suelo. Tula no mejoraba. Al contrario, comprimía el cuerpo y aumentaban los quejidos. Sufría. El dolor la dominaba. La acaricié para transmitirle alivio. Nada. El dolor podía con ella. ¿Qué hacer? Le mojé la cabeza con agua, le hice masajes en las patas, intenté levantarla. Nada. Me dolía verla así, verla sufrir tanto. La pena se apoderó de mí. Tula temblaba, lloraba, gemía, me pedía ayuda…
Cogí el arma, cerré los ojos, apreté el gatillo…
Ya sólo vivía en mi corazón.
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Ese mismo día hubo un sangriento atentado. Dos víctimas españolas.
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Yo estaba muy triste, caído. Francisco me gritó:
-¡Eres un hijo de p…! ¡Acaban de matar a dos compañeros y tú llorando a tu perra!
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Esa noche no pude dormir. Me sentía horrible. La cabe za se me llenaba de voces. Unas voces que escuchaba nitidamente:
-¡Tú la mataste y eso te matará!
-Hiciste lo que debías. Tula sufría mucho y en ese caso lo mejor era…
-Tal vez si la dejabas podía vivir un poco más.
-Ya estaba muy mayor y sufriendo. Seguro que se marchó feliz por los días de felicidad que le has dado.
-Si no se levantaba del suelo ya no podía vivir.
-Salvaste un alma y la enviaste a un lugar mejor.
-Fue la decisión justa. Si ella hubiese podido hablar seguro que te lo habría pedido.
-Tula te estará agradeciendo por impedir que siguiera sufriendo.
-Recuerda lo bonita que te hizo la vida. Recuerda los momentos alegres, y da gracias que fuiste tú el que la apartó de una larga agonía.
-Estás en un proceso normal de duelo. Tranquilízate y descansa.
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Cuando vuelva a Santander, voy a sacar a Tula de Afganistán. Ella se irá adentro de mi memoria.
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Pablo Pineda PérezAfganistán
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PUBLICADO POR RICARDO MUÑOZ JOSÉ
http://linde5-otroenfoque.blogspot.com/