
Esta tarde fui a una becerrada en el cultísimo pueblo de El Escorial.
El primer becerro, de poco más de un año de edad, dio una vuelta corriendo por la plaza y luego -quizás recordando a su mayoral, en el que confió a lo largo de su breve existencia- se detuvo y observó al torero, con la inocencia que solo los animales son capaces de expresar, y en su mirada se leyó inequívocamente la pregunta: "¿Qué se supone que tenga que hacer aquí?" Seguramente no entendió la sencilla respuesta: Morir" .
No pude evitar ver la similitud del latir de sus músculos adolescentes debajo de su brillante manto negro, con los músculos y el brillante manto negro del perro que había paseado conmigo unas horas antes. . Después de unos interminables veinte minutos, lo que había sido un becerro lleno de vida y ganas de vivir, se había convertido en un amasijo ensangrentado aun latente. No me esperaba una tercera mirada esa tarde, pero, mientras la plaza ovacionaba al valiente matador, alguien le acercó una hermosa niña de unos seis años, bellísima, ataviada con su traje tradicional y su hermosa y brillante cabellera rubia. El matador sonriente y eufórico se arrodilló junto a la cabeza del becerro, cuyos músculos impotentes aun latían suavemente debajo de su brillante manto negro. Le cortó las orejas como si estuviera recogiendo flores y se las entregó a la sonriente niña, instándola a que se las mostrara al público con orgullo.
La niña, con la inocencia que solo los niños y los animales son capaces de expresar, sostuvo las pequeñas orejas en sus manos y las miró, luego miró al torero, luego al público, y en su mirada se leyó inequívocamente la pregunta: "¿Qué se supone que tenga que hacer aquí?" Seguramente no consiguió respuesta alguna. Obedeció y levantó las manos ofreciendo al público las orejas, sonriendo sin entender en absoluto lo que estaba ocurriendo… Siguió la tortura y el sacrificio de un segundo becerro que mugió desgarradoramente por el dolor de las heridas, por la desesperación y la impotencia. Y de un tercero. .
Una vez que el tercer becerro también había sido ejecutado, la niña volvió a ser llevada cerca del cadáver. No hubo manera de que volviera a recibir la orejas que le ofrecían. Su expresión ya no era de inocencia, sino de terror y angustia, y miraba fijamente sin ver los músculos que aún latían bajo el brillante manto negro del becerro. La misma mirada, la misma pregunta, la misma angustia al no recibir respuesta, en cachorros de diferente especie.

Autor del texto: Alessandro Zara .
LOS ANIMALES; EL SILENCIO DE LOS INOCENTES.
1 comentario:
Buenas noches, Ricardo:
Simplemente, ambos relatos me han llegado al corazón, el primero por su esperanza y el segundo por su crueldad y la desesperación de morir cruelmente sin que nadie haga nada. A resaltar la reacción de la niña al comprender el siniestro juego en el que se había visto obligada a entrar.
Saludos.
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