Tu trato con los animales hablará de ti mejor que tus palabras -R.M.J.

martes, 1 de enero de 2008

Animales que habitan en el tiempo


PRÓLOGO
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“En EEUU se llevó a cabo hace tiempo un intento de reintroducir lobos en la zona noroeste del País, y para ello, los promotores de la iniciativa organizaron un encuentro con granjeros locales a fin de recabar su apoyo, ya que eran éstos, preocupados por su ganado, los que se mostraban más reacios, destacando especialmente una de las asistentes por la férrea reticencia. A la reunión llevaron a una pareja de lobos pertenecientes a un programa de rescate, que si bien habían nacido en cautividad no estaban domesticados. Los invitados permanecían sentados en el suelo cuando el macho resolvió acercarse a algunos para olerlos; al llegar a la mujer se detuvo mirándole fijamente a los ojos. Pasados unos instantes y sin apartar la vista se tumbó junto a ella. La ganadera apenas si se movía, y por la expresión del rostro delataba encontrarse tan perpleja como emocionada; al fin y después de un buen rato exclamó: “Tiene una forma de mirar que hace que te llegue al corazón, ¿no creen?”. Tras unos minutos el lobo se levantó, la olfateo nuevamente, y acto seguido, apoyó su frente en la de ella”. “Los diez mandamientos para compartir el Planeta con los animales que amamos” -de Jane Goodall y Marc Bekoff.
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Cada una de las historias contenidas en “Animales que habitan en el tiempo” son como ese lobo delante de la mujer que los temía y rechazaba. Nos miran a los ojos, penetran en nuestra conciencia y transcurren allá por donde quiera que lo hagan las sensaciones que nos atenazan las entrañas, los descubrimientos que nos estremecen y las conclusiones que nos despiertan del letargo nacido de la ignorancia. Estos textos destapan ante nuestra mente y nuestro corazón un mundo nuevo y mágico, aunque labrado con realidades, invitándonos a no ser ajenos a cuanto nos rodea y alentando el compromiso, acaso dormido, por detener el dolor y la destrucción que el hombre ha sembrado en este Planeta, así como por contribuir a restañar las heridas que el egoísmo humano ha ido abrien do a lo largo de la Historia.



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No puede exigirse respeto sin conocimiento, por eso es fundamental que en nuestros cerebros, tan domestica dos y sometidos a una educación y a una cultura repetitivamente impuestas, parciales, dirigistas y supeditadas a intereses a menudo poco loables, seamos capaces de dar ese paso que separa la acomodación y la apatía, de la rebeldía contra las injusticias y la explotación. Aunque no podremos saber porqué ni por quién luchamos, si no entendemos cómo son esas víctimas, qué les mueve al actuar, qué constituye sus intereses, sus miedos, sus alegrías, sus necesidades y sobre todo, si no admitimos su capacidad y plenitud vital, que les lleva, como a nosotros, a gozar del derecho a estar protegidos frente a cualquier agresión injustificada.



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“Animales que habitan en el tiempo” cumple de forma magistral ese objetivo y con triste hermosura, de un modo conmovedor y hasta desgarrador en ocasiones, nos acerca a esos seres de los que tanto desconocemos y lo hace a través de sus sentimientos, de sus pasiones, de la descripción de actos de amor y de fidelidad más allá de lo imaginable, pero no extraordinarios debido a su escasez, sino por culpa de nuestra sangrante nesciencia al respecto. Este libro logra trasladarnos esa realidad sin necesidad de humanizarlos, porque no debería ser preciso tratar de compararlos a las personas para valorarlos y respetarlos.



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Los animales, nos explica el Filósofo Tom Regan en la obra Jaulas Vacías, son “sujetos de una vida” y como tales, dueños de la misma sin que nadie, en razón de la especie, pueda arrogarse la potestad de explotarlos, subyugarlos, infligirles sufrimiento o provocarles la muerte.
Poco importa que compartamos con ellos un 98,7% de nuestros genes, como en el caso de los chimpancés, de los que incluso podríamos recibir una transfusión en el caso de que los grupos sanguíneos coincidiesen, o que las similitudes sean escasas si tomamos como modelo a un gorrión.
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Hace tiempo, leí la historia “Golondrinas del amor” (incluida en este libro) escrita por Ricardo Muñoz José, y supe que en Taiwán, una pequeña ave estuvo junto a la compañera moribunda durante horas, ciudándola y llevándole alimento, y cuando ella dejó de existir, él continuó a su lado, rozando su cuerpecito inmóvil con ternura como si tratase de despertarla. A pesar de estar rodeados de gente que los observaba y fotografiaba, aquella golondrina se negó a volar abandonando a la pareja inerte, pues el dolor era mucho más intenso que su miedo. Y no estamos hablando de un mamífero superior, sino de un ave.



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No parece cabal ni tan siquiera justo, pues, decidir qué criaturas merecen una consideración especial o no en función de la semejanza, física o emocional, con el ser humano, sino que ha de basarse en el hecho de que su existencia es tan real como compleja, que les pertenece su vida y que el hombre, a pesar de su racionalidad, no es la medida de todo, sino un actor más en este escenario que es la Tierra, pero con una responsabilidad especial en la protección de la misma, no ya sólo por su capacidad para la reflexión, la asociación de ideas, la previsión de las consecuencias de sus actos o los avances tecnológicos a su alcance, también y sobre todo, porque es el único culpable de la progresiva degradación a la que está sometiendo al Planeta, así como del padecimiento e incluso extinción de numerosas formas de vida.
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Este libro nos llama la atención sobre tal deber y lo hace provocando en nosotros unas veces el asombro, otras la sonrisa y también las lágrimas, pero sea cual fuere el sentimiento al que apele, la justicia, el respeto y la compasión hacia los animales, cuya existencia no es propiedad humana, no lo olvidemos, se hacen presentes en cada una de las páginas para adentrarse en nuestra conciencia y recordarnos que tenemos la obligación moral de convertirlas en la guía de nuestros actos, so pena de continuar destruyendo cuanto nos rodea y eso, sin duda nos incluye también a nosotros mismos.
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”Animales que habitan en el tiempo”, espero y deseo que ofrezca a Ricardo Muñoz José la mayor de las satisfacciones que él pueda concebir y aquello que constituye el objetivo principal de su publicación: sirva para quitarnos la ignorancia sobre los animales, conocerlos, comprenderlos y a partir de ahí, amarlos y respetarlos.



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Ninguna de estas historias, ni Hachi Kō o Canelo conjugando el verbo esperar, ni la inconmensurable lealtad de Bobby, la promesa que Nera no podía olvidar, los devaneos huelguistas y tabernarios de Perico, el sentido del deber de Barry hasta las últimas consecuencias, la valentía de Bucéfalo o la desgracia de Topsy, no son casos excepcionales ni mucho menos milagros, se repiten en el día a día y de modo anónimo.
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Este puñado de “irracionales” habitando en el tiempo, representa a millones de animales cuyas “proezas” son algo cotidiano y no sólo entre los de su especie, pues también están presentes en aquellos a los que tópicos e intereses, han condenado a la degradación y al desprecio. Existen casos contrastados en los que nos encontramos con vacas, cerdos y hasta con ratas mascota que han salvado la vida de sus dueños, pero ni a unos ni a otros los conside ramos amigos fieles y sí concebimos para ellos el destino de ser descuartizados o exterminados.



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“Animales que habitan en el tiempo”, es un reco nocimiento a las eternas víctimas y un revulsivo para los hombres, por lo que sería muy conveniente, si tenemos la mínima intención de hacer de este mundo un lugar más justo, más igualitario y más habitable, propiciar su lectura en todas las escuelas y tenerlo al alcance en todos los hogares. Estamos acostumbrados a conocer las habilidades y bondades de los animales a través de dibujos animados o personajes de revista infantil; sin embargo, no resulta moralmente honesto ni esclarecedor de la realidad, dar pábulo a tales recreaciones imaginarias, mientras aceptamos que permanezcan en el olvido historias como las que está a punto de leer. Nos hallamos ante textos que nos relatan sucesos verídicos con protagonistas reales y ahí, es donde está lo impresionante y turbador del asunto, lo que debemos de transmitir a las nuevas generaciones: que a los animales, sin necesidad de hablar, de vestirse o de conducir un vehículo, los sabemos capaces de actos que rozan lo épico y en todo caso, no tendría que hacer falta humanizarlos ni reinventarlos, porque tal y como son, merecen admiración, cariño y el más absoluto respeto.
Podemos elegir entre criar a nuestros hijos con “más de lo mismo”, fomentando su insensibilidad hacia to do aquello que creemos que no les afecta directamente e intentando endurecerles ante sufrimiento ajeno, incluyen do por supuesto a los animales, cuyos padecimientos son para ellos tan terribles como para nosotros los que nos aquejan, o tenemos la posibilidad de hacerles receptivos ante el dolor de la Naturaleza y de cuantos la conforman, despertando su inquietud por defender el derecho de toda criatura a no ser violentada o asesinada. Si escoge esta opción, el libro que tiene ante Usted, será un cómplice en tan digna tarea y en la de enseñar a niños y adultos, que los animales son seres vivos y sus derechos inalienables, no objetos o herramientas al servicio del hombre.
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JULIO ORTEGA FRAILE - Escritor animalista
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BALTO, EL PERRO QUE PERFORÓ LA TORMENTA
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¿Veinte mil personas aclamando a unos perros?
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En el andar de la actividad humana siempre hubo personas que a través de la sabiduría, los esfuerzos y el ahínco, alcanzaron a subir el arisco peldaño del reconoci miento. Pero también hubo animales, que han enriquecido el mismo limbo, y llegaron a inmortalizarse en el bronce gracias a la propia relevancia. Por eso viven en la memoria colectiva.
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Es el caso del perro Balto, cuyo ejemplo perdura en ese resplandor bruñido por la valentía, que lo llevó a interpretar una conmovedora gesta de inigualable peso.
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Balto, devino en el can más famoso de su época, y el testimonio de tan tremenda fama permanece en la cúspide de una roca, ubicada en el Central Park de Nueva York. Allí una escultura metálica lo recuerda. Y la leyenda que figura en una placa, al pie del monumento, constituye un permanente homenaje al espíritu bravío de los perros de trineo.
Este sitio es constantemente visitado por escolares, familias con hijos pequeños, además de turistas nacionales y extranjeros, que acuden a fotografiarse junto a la estatua del sempiterno animal.
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El día de la inauguración, Balto y los amigos conocieron el halago de una multitud compuesta por veinte mil personas, que los aclamó llenando de emoción el inusual acto. Después, en justa gratitud, el grupo apareció en el Madison Square Garden ante una muchedumbre que abarrotaba el recinto. A continuación, y en honor a los canes que dieron el “do de pecho” en un memorable evento, actuaron numerosos artistas de prestigio internacional.
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En el invierno de 1925 la difteria aterrizó en Alaska, y tras apoderarse de la localidad minera de Nome, empezó a apretar las fauces en el blanco fácil de la población; niños y ancianos. Inclusive, los Inuit, pobladores indígenas del lugar, eran presa preferida de la “enfermedad del hombre blanco”.
La salvación respondía al nombre de suero antitoxina y necesitaban trescientas mil unidades para ponerle freno al infeccioso mal.
El agotamiento de las vacunas existentes en Nome introdujo el desespero en la vida de la gente, y el temor adquirió relevancia en el instante que la difteria inauguró el marcador presentando las primeras defunciones. Nadie podía hacer nada porque nada podía hacerse. Sin el antídoto la epidemia minuto a minuto conquistaba amplitud. El contagio y el miedo corrían abrazados por las calles.
El doctor Curtis Welch, único médico residente en Nome, radio en mano puso en el éter un angustioso pedido de auxilio.
La respuesta no tardó en aparecer; el Hospital de Anchorage contaba con el suero solicitado, y sus directivos facilitarían las dosis necesarias.
Ya sabían adónde estaba la salvación. Sólo existía un inconveniente; las mil sesenta y dos millas (mil setecien tos kilómetros) que separaban Anchorage de Nome. ¿Cómo enviarlo? ¿Cómo ir a buscarlo? La dura tenaza invernal se interpuso alzándose en intransigente traba. Una traba más implacable que la distancia. Empero, la urgencia por traer la vacuna halló asilo en las mentes, y respiraba en todos los pechos.
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La voz de alarma inundó Estados Unidos; en Nome (un pueblo levantado al abrigo de la fiebre del oro, donde los aventureros depositaron sus destinos en la búsqueda del áureo metal) la difteria había plantado presencia, con el inquietante peligro de expandirse a todo el nordeste de Alaska. Por el momento, el riesgo de infección arrojaba la cifra de diez mil almas.
En la memoria de los estadounidenses aún subsistía la acción de la gripe que entre 1918 y 1919 mató a más de un millar de personas en esa misma zona. Además, en cada visita anual, la difteria arrojaba un saldo de veinte mil muertes en Estados Unidos. Por lo tanto, las autoridades sanitarias debían movilizarse rápidamente a fin de atajar el azote surgido en Nome.
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El gobierno territorial inmediatamente autorizó el envío de los tubos de suero. Pero, ¿cómo hacerlo llegar antes que la muerte se embolsara centenares de víctimas? ¿De qué modo transportarlo? El crudo invierno mostrábase intratable, pues un repentino temporal bloqueaba el suministro por el medio habitual. Sólo tenían dos aviones de la Primera Guerra Mundial que acostumbraban a sobrevolar la región, pero, ya que nunca coronaron exitosamente los vuelos invernales, habían sido desmontados. Y por barco resultaba imposible, puesto que las aguas permanecían intransitables. El invierno enseñaba la rudeza a través del congelamiento del océano, ríos y lagos, y completando la severidad, una densa niebla derretía cualquier recurso.
Entonces pensaron en la solución más viable; trineos tirados por perros. Fue organizada una riesgosa expedición compuesta de numerosos relevos hasta llegar a Nome, en el que participarían veinte musher (persona que conduce el trineo) y más de un centenar de perros que se iban a turnar a lo largo de seiscientos setenta y cuatro millas (unos mil kilómetros); la distancia que separaba a Nenana de Nome.
Así, atravesando una difícil ruta de hielo, engañosas aguas e intratables nevadas, el cometido contra la muerte obtendría vida.
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La operación dio comienzo con el suero viajando en ferrocarril desde Anchorage a Nenana, cubriendo cuatro cientas treinta y siete millas (setecientos kilómetros). Allí lo recogió el primer musher e iniciáronse las alternancias. Etapa a etapa enfrentaron el inhóspito camino.
En la antepenúltima entraron en escena Leonhard Seppala y el perro-guía, Togo. Seppala hizo el tramo asignado, aunque, al llegar a destino el siguiente relevo aún no estaba preparado y debió continuar hasta completar doscientas millas (cuatrocientos dieciocho kilómetros) con una temperatura de treinta grados bajo cero, en la que destacó la irrefrenable valentía de Togo.



Gunnar Kaasen y Balto, el más experimentado de sus canes, junto a otros trece perros, asumió el encargo de manos de Seppala. Recorrió las últimas cincuenta y tres mi llas (ochenta y tres kilómetros). Un trecho que se convirtió en altamente difícil al agravarse la situación atmosférica; la temperatura descendió a sesenta grados bajo cero, y el viento de setenta kilómetros por hora en varias ocasiones estuvo a punto de tumbar el vehículo. Entonces Balto asumió el encargo de guiar el trineo en medio de aquella tortura de hielo, ventisca y desolación. Del cielo caía una cegadora descarga de nieve. Y cuando la nieve amainaba, inmediatamente la niebla cubría su sitio.
-La visibilidad resultaba tan escasa que a veces no veía los perros -contó Kaasen-. Tuve que poner la suerte de la misión en el instinto de Balto.
El trineo casi volcó y por poco se pierde el suero de la esperanza. Sin embargo, la significación de la empresa empujaba, y debía seguir aun sabiendo que a cada metro el terreno desafiaba, mostrándose intratable y propenso al golpe traicionero.
No había paisaje; la tierra y el cielo estaban unidos por una cortina de niebla, y atrás de la niebla más niebla. Parecía que circulaban por dentro de una densa humareda helada. La luz constituía la fuga de la sombra, y la sombra el refugio de la luz. Los instantes íbanse haciendo largos y penosos. En semejantes condiciones la única alternativa era la muerte.
No obstante, el clima hostil ni el cansancio demoledor lograron truncar el cometido. La ayuda, centímetro a centímetro horadó la tormenta, sin cederle un palmo a la idea del abandono. La naturaleza, convertida en trampa mortal, tuvo que abrir el puño frente a la embestida de la
decisión. Sólo la solidaridad humana encarnaba el estilete contra la adversidad.
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El 2 de febrero, a las dos de la madrugada, la antitoxina entró en Nome. Gracias a la persistencia de Kaasen y al instinto de Balto, el suero de la salvación llegó a tiempo para derrotar la epidemia.
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El perro devino en héroe nacional de Alaska.
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Estados Unidos entero recibió a Balto y a los amigos entre vítores y rendidos homenajes. La gente enronquecía expresando tanta admiración. Los niños dibujaban trineos, y a los perros de compañía le daban el nombre de Balto. Hubo gatos, caballos, conejos, e incluso hamsters, llama dos Balto.
La baltomanía tiñó de entusiasmo la vida estadounidense. La hazaña derivó en conversación rutinaria, y ergo saltar de boca en boca la palabra Balto hospedábase en el cofre de los recuerdos mejor acunados. Hasta la música popular compuso obras de exaltación, que atravesaron la barrera de los años y aún son escuchadas.
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Mas, el tiempo fue pasando con muda pisada, haciendo decrecer la carrera del reconocimiento, y el halago, orientándose cuesta abajo, acabó por evaporarse.
Entonces, a Balto y a los demás perros, lo vendieron a un realizador de espectáculos de Sideshow (variedades). La gente a fin de verlos pagaba diez centavos. Pero la fama, que sabe tener patas cortas y se cansa rápido, tam bién languideció en aquella feria de redundancias, y los pobres animales pasaron a atracción secundaria. La poca recaudación pronto mutó en falta de cuidado, y la comida mermó en consonancia al declive. Los ladridos reclamando alimento, redoblaron las palizas y las heridas adquirieron patente de evidencia.
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En 1927, George Kimball, un hombre de negocios de Cleveland, Ohio, visitó Los Angeles, y supo que los perros estaban mal atendidos y con la salud deteriorada. Resolvió comprarlos. El avispado promotor exigió una suma superior al dinero que Kimball disponía.
Al regresar a Cleveland, el empresario promovió una colecta donde más amor existía; los colegios de la ciudad. Los escolares, penique a penique reunieron los dos mil dólares que cristalizaron en la compra de Balto y los compañeros. El empeño de Kimball y la compasión infantil, los libró de las enfermedades y del hambre.
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Y dado que donde el hombre pone la mano mete la pata, los canes, en vez de volver a la tierra natal a inte grarse en el paisaje, y a correr alegremente por la naturaleza que amaban, fueron llevados al zoológico de Cleveland. Sin advertir que tal medida suponía condenar los a vivir prisioneros, amarrados a la voluntad humana, y lejos del espíritu libre que atesoraban los perros de trineo.
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El arribo resultó apoteósico. Fueron recibidos como lo que eran, héroes. El primer día desfilaron ante la jaula quince mil personas. La emoción desbordaba a la gente, y los críos querían fotografiarse junto a los perros del suero.
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Las jornadas se hermanaron modelando meses, y los meses compusieron años, y ellos siempre allí, enlazando cambios crepusculares, inmersos en una abisal monotonía, y lamiéndose la cicatriz de vivir a desgano. Y, a mayor gloria del derrumbe, al ámbito lo llenaban voces lejanas asiladas en la memoria, irrumpiendo en el impenetrable silencio de la nostalgia. Así, el grupo fue apagándose, con la mente describiendo horizontes abiertos, dentro de aquella libertad sólo limitada por la acción del cansancio.
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Balto murió el 14 de marzo de 1933. Su vida terminó pronto; solamente duró 11 años. La muerte, camuflada en la atmósfera, lo asistió en el desenlace que escenificaba el trance del adiós.
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La noticia sembró el país de rostros compungidos. En las gargantas afloró una agria sequedad, y el desplome de las lágrimas anudaron los movimientos. Las palabras tornáronse incómodas, y la mirada de la tristeza reflejó la nueva realidad; el perro más amado había partido. Ya solo quedaba el refugio del recuerdo.



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Sin embargo, Balto, a través de la muerte consiguió la añorada libertad, dejando detrás de sí una historia que todavía habita en la evocación colectiva.
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En claro desafío al olvido, el cuerpo embalsamado de Balto hasta hoy es exhibido en el Cleveland Museum of Natural History. (Al morir Togo, obtuvo idéntica suerte). Además, el museo conserva un corto filmado en Hollywood bajo el título de: “Balto, in name of the race”.
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Unos años después, en la acera de la céntrica avenida Cuarta D Street de Anchorage, la ciudad inauguró una escultura dedicada a Balto.
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En el transcurso de los años fue recuperado por el cine. Sobre todo por la factoría Disney. Varias películas lo inmortalizaron. Y en todas ellas su figura hace hincapié en los valores humanos, la solidaridad para con los semejantes, y, por supuesto, la nobleza animal.
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Aunque, quizás, el homenaje más manifiesto sea la “Carrera IDITAROD”, organizada cada año a fin de reproducir la gesta del suero. La carrera, muy criticada debido al afán comercial que transpira, suele verse empañada por sospechas de maltrato de los perros participantes.
Olvidando que en la esencia de la proeza original, los canes de trineo se unieron al hombre, en el dificultoso trance de salvar vidas humanas en las condiciones más aciagas.
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