La mano humana surgió ante la perra, y ella armó con el gruñido el escudo protector de sus crías. Cuando el cachorrito se elevó llevado por la mano, dibujó una dentellada de feroz decisión. La voz del perro-padre frenó el impulso del instinto.
-Déjalo. No le hará nada. El hombre es el mejor amigo del perro.
El perrito escuchó la frase paterna y la guardó en la memoria.
La perra lanzó un gemido, y levantando una pata a modo de ruego, esgrimió una muda mueca implorando que le devolviera a su hijo. Los ojos se le vidriaron, y de su boca abierta cayó la lengua vencida.
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Acurrucado entre las altas paredes de una caja de zapatos, el perrito pasó de las manos del hombre a las manos de otro hombre, a cambio de dinero.
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El coche, al alejarse, apagó con distancia los lastimeros aullidos de la perra, que ahogada en impotencia tragó la amargura de la certeza: sabía que nunca más volvería a ver al hijo de sus entrañas.
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Una calle marcó el punto de destino. El hombre descendió del vehículo caja en ristre; tal un pirata cargando el cofre del tesoro. Tras un corto viaje en ascensor, un desolado pasillo los depositó ante una puerta. El hombre la abrió y dijo a viva voz:
-¡Niños! ¡Éste es el regalo de Navidad!
La alegría iluminó todos los rostros. Cual un muñeco de peluche el perrito pasó de brazo en brazo, coronado de miradas tiernas y aturdido de caricias. En el ánimo del animalito aterrizó la felicidad al saberse amado. A modo de obsequio de bienvenida pronto recibió un nombre: lo llamaron Truhán. Y para Truhán, el rudo frío de diciembre desaparecía en el calor humano que lo rodeaba.
. Las jornadas pasaron y los gemelos, Marisa y Jorgito, hacían del descanso de Truhán un postergado deseo, ya que, entre juegos y mimos, lo agotaban. Y los paréntesis de respiro eran aprovechados por la abuela Paca, que lo ponía en el regazo a colmarlo de cariño. Además, tres veces al día lo llevaban al parque, donde corría a gusto, y con otros perros del vecindario enredabánse en continuos juegos. Tanto amor y atención le recordaban la frase de su lejano padre: "El hombre es el mejor amigo del perro".
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Mamá Clara y papá Joaquín, sonreían complacidos; sin asomo de dudas, el perrito completaba el cuadro familiar.
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En tanto, el tiempo fue haciendo de Truhán un animal ágil e inquieto, y, sobre todo, un ser amoroso en compañía de la gente. -Es encantador -decían los vecinos.
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Truhán acompañó la angustia familiar por la enfermedad de la abuela Paca, presenció las disputas de Clara y Joaquín, y compartió las risas y las lágrimas de los gemelos.
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Llegaron los calores fuertes.
Una mañana bien temprano, como acostumbraba a hacerlo, papá Joaquín lo instó a subir al coche. Truhán, de un salto se instaló en el asiento de al lado del conductor. Anduvieron mucho rato. El hombre conducía intercambiando cariñosas miradas con el perrito.
Mucho tiempo después de abandonar la ciudad, Joaquín detuvo el automóvil. Se bajó, abrió la puerta, y sonriente lo invitó:
-Vamos, Truhán. Baja a correr un poco.
Él saltó a tierra, y gorgoteando entusiasmo salió disparado a retozar por el campo. Brincó entre piedras y matorrales, le ladró a las aves que levantaban vuelo nada más verlo, y consumo la divirsión poniendo en fuga a una lagartija. Mas, al volver la cabeza buscando la sonrisa aprobatoria de Joaquín, éste ya no estaba.
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Con la mueca desencajada y el hocico levantado, vio al coche empequeñecerse en la medida que se alejaba. De pronto, el zarpazo de una curva lo borró de su vista. Una espuma blanquecina le brotó de la boca, y sintió el cuerpo sacudido por el latigazo de la sorpresa. Al instante la tristeza lo atravesó, y el ánimo cayó postrado a los pies de la soledad. Entonces Truhán, eludiendo aceptar lo evidente, optó por echarse en el arcén, preso al silencio, y anegado de esperanza decidió aguardar el regreso de Joaquín.
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En los brazos de la abuela, Marisa y Jorgito, lloraban.
-No teníamos con quien dejarlo -les repetía la madre, a fin de mitigar la pena de los niños, que en los dedos aún sostenían la pelota y los muñecos de Truhán, pues en aquellos juguetes palpitaba la alegría del amado perrito .
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Llegó el padre.
-¡Solucionado! Mañana nos vamos de vacaciones. Después les compraré otro.
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Las horas transcurrieron lentamente, la luz dio lugar a la sombra, y de la sombra brotó el nuevo día. Los rayos del sol cayeron en vertical, encendiendo las gotas de rocío posadas en las hojas. Y Truhán, allí; único habitante en el inerte paisaje del abatimiento. Tenía sed, tenía hambre, pero seguía sin apartar los ojos de la carretera. En su interior, el abandono ya entonaba una afilada canción. Con la mirada sin brillo y un dolor sin llanto, el pobre gemía sin ruido. Lo azotaban los ecos del ayer; la casa, los niños, el amor que le brindaron. Todo lo había perdido sin saber porqué. Y en la cabeza las palabras del padre: "El hombre es el mejor amigo del perro".
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-Apareció de golpe. ¡No me dio tiempo a frenar!
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Las manchas de sangre que pintaban el asfalto eran el último vestigio de su paso por la vida. En el cielo, las nubes corrían cual olas cabalgadas por el viento.
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Ricardo Muñoz José
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Yo estaba muy triste, caído. Francisco me gritó:





Ese día ambos padre e hijo aprendieron algo, el hijo aprendió que las balas no crecen en los árboles ni son venenosas, y el padre aprendió que las balas crecen en los árboles de la avaricia que el hombre cultiva, y que el veneno del odio con el que las riega todos los días las hace tan mortales.
Micaela, llegó a mi vida el sábado 20 de Diciembre 2008. Ese día, con mi amiga Luz, terminábamos nuestro recorrido semanal por el sector Bajos de Mena, cuando en la gasolinera ubicada enfrente al cementerio, algo llamó nuestra atención. Nos acercamos a mirar y lo que vimos nos dejó espantadas: una perrita piel y huesos, llena de sarna, garrapatas, úlceras en los ojos, además de una patente infección. No podíamos creer cómo esta pobre criatura había resistido hasta ese momento. Más allá de la raza flotaba una realidad conmovedora.
Le he acondicionado un pequeño espacio para que duerma, dentro de las instalaciones de la gasolinera. Puse varias mantas sobre un cartón buscando aislarla del frío cemento del piso. Los inviernos son duros aquí en Puente Alto (RM, Chile). Estamos muy cerca de la pre-cordillera de los Andes y las temperaturas usualmente bajan de 0 grados en las mañanas. Este fin de semana iré a verla, y le pondré más cartón entre sus mantas y el suelo. También le agregaré otra manta para hacer más blanda su camita.
En lo referente a su enfermedad, recibí esta información: “Gabriela, te cuento que existe una posibilidad de mejora para Micaela, por lo menos de mayor alivio. Es un tratamiento de acupuntura. He visto el resultado en un gatito con la columna dañada, que ni siquiera tenía sensibilidad en sus patitas. Mejoró mucho. No camina aún pero al menos recuperó la sensibilidad. En perros con problemas de discos, o en los huesos, también funciona muy bien”.
Cuando nací, mi dueño no sabía qué nombre ponerme. Mi madre se llama Canija y mi padre Bandido, aunque no tiene nada de malhechor. Son los nombres típicos que nos suelen poner, a los galgos. Cuando a nuestros dueños se les acaban las ideas, nos ponen nombres de otros animales, o de cosas como Gusano, Lagartija, Culebra, Cartucho, Veneno, Zurrón… En fin, como no somos gran cosa, ya se sabe...
Nací junto a mis ocho hermanos, un frío día de Diciembre, cerca de Toledo. La mano, dura y áspera del galguero enseguida nos alzó para examinarnos de cerca. Esto es para detectar a los que valemos para cazar, para criar, o para nada. Yo no supe que no valía para nada hasta que tuve seis meses de vida, para entonces ya tenía el cuerpo cubierto de cicatrices y de golpes. Mi dueño me apartó del costado de mi madre en cuanto pude comenzar a corretear. Mama, la pobre, me observaba con mucha tristeza desde su jaula, donde la mantenían apartada.
Una caricia me despertó. Una voz muy suave me estaba hablando. Noté cómo colocaba algo caliente sobre mi cuerpo y me levantaban en brazos. Unas voces amigas me decían cosas bonitas mientras me subían a una mesa de metal y un señor con bata verde me examinaba de arriba abajo.
Tras curarme las heridas de la última paliza, mirarme los dientes, y ponerme un collar que 






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“Chindo”, el perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos, estaba muerto al pie del majuelo de rojas y brillantes bolitas que parecían de cristal.



