¿UN MONUMENTO A UN PERRO QUE INSPIRABA TEMOR?
En Andalucía, tierra en la que el trabajo amalgama sueños y la poesía desgrana metáforas, se encuentra Córdoba, con los ojos bañándose en Sierra Morena y los pies escalando el Guadalquivir. Y en el sur de Córdoba, allá donde el viento hace esquina con el olivo, y la acción del músculo convierte la aceituna en fruto humano, desde 1382 establece domicilio Fernán Núñez, un pueblo laborioso que canaliza sus esfuerzos hacia el arco iris de la esperanza.
En Fernán Núñez, y en plena década del setenta -siglo XX- arrancó esta historia. Una historia que desafió al entendimiento, al asociar el desasosiego a la extrañeza. Y no por tratarse de un hecho esporádico que se desnudó ante lo pintoresco, sino, porque este episodio desplegó su andadura a lo largo de diez años.
El protagonismo recayó en un perro que desprendía un fuerte halo de intimidación. Eso sí, no fue un can que le ladraba a las sombras ni le exhibía los colmillos al primero que pasaba. Tampoco tenía casa en la que vivir, ni cadena que le pusiera metros a su libertad.
Todo en él acuñaba lo sorprendente. Empezando por el modo de desembarcar en esta población. Había pertenecido a un mendigo que falleció a su lado. El can permaneció junto al cuerpo tal si custodiara su solitaria partida. Cuando lo hallaron, el cadáver ya estaba en extremo estado de descomposición. Al hombre lo enterraron sin otra compañía que la de su fiel perro.
Entonces, el pobre chucho, sin dioses que lo protegieran ni cariño que lo abrigara, acopló sus carencias a la calma de Fernán Núñez. Algunas personas, conmovidas por su desdicha, lo alimentaron. Alguien lo llamó Moro. Pero la relación de Moro con la mayoría de los vecinos derivó en el descontento, al engarzarse lo normal a lo inquietante. ¿Por qué? ¿Se trataba de un ser siniestro? ¿De un ser con poderes sobrenaturales? ¿Era una criatura del inframundo que regresaba de los tenebrosos abismos del misterio, a buscar víctimas que se unieran a su perenne ambular?Durante un entierro se destapó el frasco del recelo. Cierto día, en un quieto paisaje de cruces oxidadas, lápidas frías, candelabros sin brillo y flores desmayadas, allí donde la vida se pierde de vista para transformarse en tierra callada, la atención de la gente rodó hacia él; un perro grande color de las tinieblas, con un ojo negro -similar al pelaje- y el otro blanco cual señal de ausencia. Su señera figura y silente actitud, asumía el aspecto de un doliente más. La curiosidad no tardó en comprobar que en cada fallecimiento el can participaba de las exequias.
Empero, lo que realmente disparó las suspicacias, fue su rara costumbre; se aproximaba al domicilio de algún enfermo, y, con la mirada ungida en el presagio y los movimientos hundidos en la tristeza, tal si obedeciera a un enigmático mandato, se tumbaba en la puerta a esperar el cercano desenlace. Cuando el deceso deshacía la madeja del drama, y en el velatorio la parca hubo establecido su parafernalia, Moro entraba en la casa. Su manso mirar le transmitía el pésame a los deudos, y luego, con los ojos cargados de reflejos de las velas, sin molestar el reposo de las flores ni coartar el apogeo de las lágrimas, se tendía en un rincón a aguardar la hora del cortejo. Al día siguiente, desde el silencio de su naturaleza, presenciaba el estremecedor instante del sellado del ataúd. Ergo, integrado en la comitiva, y participando del espectáculo que el dolor paseaba por las calles, acudía al cementerio. Allí, en medio del pesar y las frases sin palabras cargadas de comprensión, observaba cómo los asistentes se abrazaban dándose ánimos ante el duro trance del sepultamiento, y cómo los abatía las paladas de tierra marcando un espacio para el recuerdo. Después, la nada. El difunto ya pertenecía al pasado, y los familiares se marchaban camino a la resignación.
Rápidamente la voz popular le dio curso a la sentencia; cruzarse con Moro equivalía a poner un pie en el otro barrio. Tal posibilidad alarmaba; ¡el perro era un emisario de la muerte! ¡Y dónde se detenía la guadaña cantaba su canción de invierno!
. A su paso cundía la zozobra. todos pasaban a varios metros de él, sin mirarlo y con los dedos cruzados ahuyentando el peligro. Y si el perro decidía pararse frente a una vivienda, los moradores lo espantaban golpeando cacerolas o tirándole cascotazos. A Moro semejante proceder lo hería profundamente, pues, al anularle el afán de amistad lo aislaba cada vez más
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La ojeriza encendió la mecha. Al verlo la gente salía pitando; algunos se subían a los árboles, y otros improvisaban visitas a los vecinos entrando en casas ajenas. Al avistar al perro, a los hombres se les caían los calcetines y a las mujeres las enaguas. Muchos claudicaban frente al miedo y la sugestión los hacía sentirse mal; desbordados por la angustia y con ganas de morir. Moro era más silencioso que el cáncer y más eficaz que la metralleta. De existir hoy, alguna potencia lo nombraba Ministro de Relaciones Exteriores, y lo mandaba a diezmar pueblos; especialmente a los que tienen petróleo.
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En esos idos años, en Fernán Núñez el verbo estampar no llegó a convertirse en estampida, gracias a muchas personas que veían a Moro tal cual era; un perro. Sobre todo, aquellos que lo trataban con ternura por haberlos acompañado en el doloroso trance de la pérdida de un ser querido. Esta fue la gente que cuidó de él y lo atendió en todas sus necesidades.
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El chistecillo recorrió las calles:
-Pal Moro, el Día de los Difuntos es su día de fiesta.
Y junto al chistecillo, la desconfianza le puso alas a los interrogantes:
-¿Y no será que la gente palma por haberlo visto?
-Pa mí que el Moro tiene poderes mágicos, y se los carga pa aumentar el prestigio.
De haber sido verdad esto último, las Fuerzas Armadas no se enteraron, con un perro así ¿para qué armamento?
Varios, temblando por dentro, cual una prueba de valentía insistieron en acariciarle la cabeza. Moro captaba el recelo pero se hacía el sueco, y tras mover la cola alejando los fantasmas de la repulsa, les colocaba un húmedo lengüetazo modelo trapo de la cocina.
La exageración popular le atribuyó su participación directa en unos seiscientos casos, con ritual completo; anuncio, velatorio, cortejo y enterramiento. Cifra difícil de aceptar al ser Fernán Núñez una localidad pequeña. Además, si el año se compone de cincuenta y dos semana, en diez años las cuentas cantan más de un muerto semanal (un poco más y lo acusaban de genocidio).
No obstante, la existencia de Moro también cumplió una eficiente función social; al verlo rondar daba tiempo de avisar a toda la parentela, e incluso de discutir con la funeraria el precio del servicio. Asimismo, su agorero hábito contribuyó a que muchos fallecieran sonriendo; imaginando las caras de los acreedores al enterarse que ya no le podían cobrar. Igualmente fue fuente de inspiración para otros, que hallaron en él la forma de librarse de las suegras. Otras, ansiosas por enviudar, abrazaron la idea de atarlo a la pata de la cama del marido.
No es descabellado pensar que se habrán dado escenas de este tipo.
La mujer parada en la puerta de su casa, ve venir al esposo haciendo eses.
-¿Por qué caminas tambaleándote?
-Porque el Moro me hizo mal de ojo.
-¿Y el mal de ojo tiene olor a vino?
Mas, el cúmulo de la sorpresa asumió rol de inexplicable cuando, en un alarde de anticipación, se quedaba jornadas y jornadas a las afueras del pueblo, hasta que la espera concluía con el arribo de un vehículo fúnebre, trayendo un difunto a exhumarlo en el cementerio local. Entonces Moro se incorporaba a la comitiva tal si fuera un condoliente más. Inclusive, ocurrió, que estando lejos de un hecho luctuoso, él, avisado por un sexto sentido o por el olfato, venía al encuentro del séquito y respetuosamente se sumaba al grupo, sin aquilatar la clase social ni la posición económica del finado.
Sin embargo, este ejercicio de equidad no convencía a la gente. Se sabe que algunos intentaron deshacerse de él, y al menos dos veces lo metieron clandestinamente en camiones en tránsito, a fin de que desapareciera definitivamente. Acciones estériles, ya que regresaba sin ruido, para alegría de los que sí lo amaban.
Un amanecer Moro abrió los ojos y se vio rodeado de personas jóvenes. Agachó la cabeza esperando una suave caricia, y recibió una patada en la amplitud de sus costillas. Y a la patada inicial le siguió un palo, y a continuación otro, y otro... Cada golpe era una erupción volcánica explotando en su cuerpo. Moro se encogía tratando de alejarse de los impactos. Las babas y el dolor se hermanaron en la honda zanja de la paliza. La mañana compartía espacio con los gritos, los garrotazos y las risas. Para el can todo se volvió turbio; las luces y las sombras compusieron el múltiple gris de la desesperación. Sintió que su masa corporal iba asumiendo otra configuración; desembocando en un amasijo de huesos rotos, heridas abiertas y vísceras aplastadas. El hocico perdió la forma, y un ojo, al reventar, encontró refugio debajo de una oreja; los colmillos que robustecían su defensa, le llenaron de astillas la boca, y la sangre, al desertar de sus venas, volaba sembrando manchas en el suelo. La fuga por la grieta de la salvación, ya languidecía en un horizonte de agonía. La cola que dibujaba señales de amistad en el aire, echó anclas en un mar de quietud. La muerte aceleró su final con cruda firmeza, con espantosa realidad. Lo último que escuchó fueron las secas voces apagándose en la distancia. Murió sin entender porqué. La superstición habíase cobrado una nueva víctima. Moro cerró sus días en el Parque del Llano de Las Fuentes en completa soledad, sin depositar su mirada en una mirada amiga.
Corría el año 1983. Se fue de la vida como la vivió; en silencio. Pero no se marchó por el declinio somático, que fríamente pasa su factura cual tributo existencial. A él, el adiós le sobrevino a través de esa fuerza ilusoria con la que el alcohol arma el puño de los cobardes. ¿Qué mal había hecho? Pues, nacer en un mundo de hombres.
La gente empapada de tristeza, le dio sepultura junto al paredón de las Huertas Perdidas. Al poco tiempo, la sorpresa volvió a estremecer el entendimiento: el muro se desplomó sobre la tumba, esculpiendo con escombros su definitivo panteón.
Los años pasaron, y al cumplirse la docena de su brutal asesinato, en el mismo Parque del Llano de Las Fuentes, el amor del pueblo de Fernán Núñez inauguró su monumento (obra del escultor Juan Polo).
La historia de este sorprendente animal adquirió relieve en crónicas de la prensa nacional e internacional. Hasta la televisión alemana lo homenajeó con el programa especial: "Die ungewöhnliche Geschichte von Moro, einem wahrsagenden Hund aus Spanien" (La insólita historia de Moro, un perro vaticinador de España).
Hasta hoy perduran algunas preguntas: ¿Cuándo aullaba con acento quejumbroso, predecía el deceso de alguien o sólo reclamaba compañía para su desamparo? ¿Verdaderamente podía vaticinar un óbito, o su presencia en el lugar rimaba con la casualidad? ¿Y si la intuición le hacía captar la tristeza que emana de las casas dónde hay un enfermo? ¿Y si los humanos antes de morir segregan algún olor o sustancia, y los perros lo perciben? No es desatinado considerar que, al haber permanecido mucho tiempo al lado de un cadáver en descomposición, en su olfato arraigó el olor de la muerte. Entonces, más que facultades paranormales, el comportamiento de Moro debíase a una reacción bioquímica. En el antiguo Egipto ya conocían la extraordinaria capacidad de los perros, y los aceptaban hasta el punto de adorar a Anubis, el señor de las acrópolis.
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Vista de Fernán Núñez en la actualidad.
Ricardo Muñoz José.
(Reminiscencia elaborada con la historia y las imágenes tomadas de Internet)..
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Agradezco a las amigas y a los amigos de estas páginas, por la valiosa ayuda que me prestaron para sacar adelante el presente texto..
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