Tu trato con los animales hablará de ti mejor que tus palabras -R.M.J.

lunes, 1 de junio de 2009

Jasmine; la perra que ama a todos los animales


SU AMOR MATERNAL ESTÁ POR ENCIMA DE LAS ESPECIES
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Año 2003. Warwickshire (Inglaterra)
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La mañana había hecho de la superficie el apeadero de la niebla. Todo rezumaba una pátina gris de fantasmagórica presencia. Las cosas emitían formas desdibujadas y los sonidos rimaban con el crujir de casas encantadas. Las personas parecían esos barcos navegando río abajo, que poco a poco son tragados por la bruma invernal.

En la desdentada boca de un cobertizo, y encerrada en una estrecha caseta de can, estaba una perra. Tenía hambre, tenía frío, y en el ambiente no planeaba un solo ruido, ni un murmullo; nada que le acelerara el vigor de la esperanza. ¿Por qué no venía su familia humana? Esa familia a la que ella le diera todo su amor, y en la que esperaba continuar hasta que el hachazo de la muerte marcara la separación. ¿Por qué este silencio? ¿Por qué esta soledad? ¿Qué hacía en esa oscuridad de noche interminable? ¿Ya se habían olvidado de ella? La reclusión la abrumaba, los huesos le dolían y las heridas frenaban la necesidad de movimiento. Aquellos que amaba golpearon impunemente la mansedumbre de su cuerpo amigo. No obstante, sentía añoranza por el tiempo ido, cuando la dicha remaba sin mancha de renuncia. ¿Será que hizo algo muy grave? Pero, ¿su nivel de culpa empañaba los días felices, al punto de cerrarle el acceso al perdón humano? ¡Ah!… si regresaran los recibiría sin rencor y volvería a jugar con ellos. La perra se negaba a aceptar su realidad; fue abandonada y el abandono ponía su suerte en la voluntad de los hombres.

La Policía, con pulso firme abrió la caseta, y ante los ojos sorprendidos de la ley se reflejó la imagen de una perra whimpering, que escondía su recelo detrás de un mirar acobardado. Habíanla encerrado y la dejaron en el silencioso torbellino de la muerte lenta. La pobre respiraba con el miedo asilado en el gesto, la suciedad eclipsando su pelo, y la desnutrición apeándola de cualquier intento de fuga. Su deprimente estado lo describía todo; con ella el maltrato se cerró para dar paso al apogeo de la crueldad. La sacaron al aire libre, y la luz liberadora derivó en rayo turbio de la derrota; en viaje inútil hacia la nada.
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La piedad ablandó los corazones de los policías, y en decisión hermanada con la premura, la llevaron a Nuneaton Warwickshire Wildlife Sanctuary, dirigido por Greff Grewcock. Un sitio conocido como refugio para animales abandonados, huérfanos o necesitados de atención urgente.

Entró al Centro mirando de reojo; con la desconfianza esquiando en sus costillas. El lugar le resultaba extraño y aquellos que la recibieron manifestábase propensos a poblarla de cariño. Un destello de afecto afloró en su mente, pero la lengua se negó a hacer amistades lamiendo algunas manos.
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El personal del santuario se marcó los dos caminos que encausarían el trabajo; restablecer la salud de la perra, y ganar su confianza. Varias semanas de horas lentas y largo aliento fueron testigo del empeño, y el empuje de la insistencia mostró su rostro amable al cuajar con éxito los dos objetivos.
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Ergo darle un nombre, Jasmine, la gente del sitio se embarcó en la consecuente obligación; buscarle un hogar adoptivo.
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Mas, en la cabeza de Jasmine bullían otras ideas. Nadie recuerda cómo, pero empezó a cobijar bajo el manto de su cuidado a todos los huéspedes que arribaban al santuario. Sin distinguir entre un cachorro de perro, de zorro, un pájaro, u otro animal recuperado o herido, Jasmine lo acogía y se dedicaba a lamerlo con maternal entrega, sin ceder al cansancio ni darle luz a la tentación del descanso.

Geoff evoca uno de los primeros contactos: "Fue con dos cachorros que habían sido abandonados cerca de una línea de ferrocarril. Uno cruza de Lakeland Terrier, y el otro cruza de Jack Russell Doberman. Eran pequeños cuando ingresaron al centro. Jasmine, al verlos se acercó, y con la boca cogió a uno por encima del cuello y delicadamente lo puso en el sofá. Luego hizo lo mismo con el otro. Después se sentó en el medio de ambos a atenderlos tal si fueran sus cachorros".
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"Ella es así con todos nuestros animales, incluso con los conejos. Con su protección los conquista y los ayuda a sentirse integrados; a aceptar su nuevo entorno. Ha hecho lo mismo con cachorros de zorro y de tejón. Lame a los conejos y a las cobayas, e incluso permite que las aves se posen en el puente de su nariz".
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Así, delante de los ojos emocionados de la gente del Centro, Jasmine, aquella perra estigmatizada por el maltrato y el abandono, derivó en madre sustituta de los animales residentes; un papel para el que parece haber nacido.

Muchos animalitos jóvenes, que entraron tiritando de inseguridad, trayendo en las miradas el espejo de la desolación, se beneficiaron de su asistencia. La larga lista la conforman; cinco cachorros de zorro, cuatro de tejón, quince polluelos, ocho cerdos de Guinea, dos perritos callejeros, quince conejos, más algunos corzos y ciervos. Jasmine, con la amplitud de su cariño consigue, que las criaturas de diferentes especies no se maten entre ellas.

Merece destacarse la entrañable relación que mantienen Jasmine y Bramble, un diminuto cervatillo de once semanas de edad, encontrado semi-consciente en un campo. A su llegada, la perra lo arrimó a ella a fin de mantenerlo caliente, y persistió en su propósito jornadas tras jornadas, asumiendo plenamente la función de mamá.
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"Bramble y Jasmine son inseparables" -dice Geoff-. "Él se pasea entre las piernas de ella, y en todo momento se intercambian besos. Es un placer verlos caminar juntos por el Santuario".

Bramble seguirá al cuidado de Jasmine, hasta que la edad le amuralle el cuerpo y el instinto de supervivencia dirija sus pasos, facilitando así su devolución a la vida del bosque. Y cuando el instante los enfrente al alejamiento, la libertad burbujeará en la sangre de Bramble, y el ánimo de la perra se quedará flotando en el vacío de la ausencia. El cervatillo volverá junto a sus pares, y Jasmine buscará otro destinatario donde encausar su ternura.
. De izquierda a derecha; Toby (un perro callejero), Bramble, Buster (un Jack Russell), un conejo, Cielo (un búho herido), y Jasmine, la "madre" de todos.

Los próximos animales que arriben a Nuneaton Warwickshire Wildlife Sanctuary”, allí la conocerán. Allí los estará esperando el amor de una perra que habita sobre la división de las especies. Porque el amor, siempre será un caudal con alas propias, que surca el espacio de los sentimientos con abrazo transparente.
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Autor del texto: Ricardo Muñoz José

http://linde5-otroenfoque.blogspot.com/2009/04/jasmine-la-perra-que-ama-todos-los.html (Aquí puedes dejar tu comentario)
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Historia e imágenes tomadas de Internet.
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El burro Perico, un recuerdo interminable.

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¿UN ASNO INCONFORMISTA QUE HUÍA DE LA POLICÍA?

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En Santa Clara, ciudad que marca el corazón geográfico de Cuba, desde el diáfano cielo se descuelga la luz a sumarse a la belleza del lugar. Allí el verde se ayunta con la arboleda colmada de nidos, y los pájaros en rasantes vuelos ponen chispas de vida en el aire.
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Santa Clara se abre generosa a los ojos del turista. Y si éste recorre las calles deleitándose con sus parques y sus paseos, al desembarcar en los barrios periféricos, hallará en una plaza color esmeralda una escultura metálica de un borrico. Ciertamente, su extrañeza se vestirá de interrogante al ver la estatua de casi tres metros instalada sobre el césped. Si averigua quién es el personaje que atesora el metal, le dirán: "Es el burro Perico".
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Este pintoresco burrito trazó su andadura en Santa Clara y allí se afianzó en el cariño de todos. La población lo mantiene entero en su recuerdo, y su historia se transmite de generación en generación.

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En la tercera década del siglo XX, un hombre humilde, Bienvenido Pérez Lea, viajó a Cerro Calvo a adquirir un burro para que lo ayudara en su tarea de comprar y vender botellas. Lea se presentó en la finca Los Pacheco. El primero que le mostraron le gustó, y, tras pagarlo, le puso de nombre Perico. En ese conciso momento, el hombre y el burrito ensamblaron sus destinos.
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De la mano de Lea, Perico llegó a la capital, y fijó residencia en una botellería que existía en la actual calle de San Cristóbal.
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No obstante, su debut como animal de tiro del carretón de Lea se postergó, pues una desatenta gripe acostó al hombre por un mes. A fin de que el traqueteo ciudadano y Perico se conjuntaran, Lea pidió a Victoria, su mujer, que prestara el jumento a su primo Eusebio, y que tirara del carro de los helados.
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A Perico no le gustaba Eusebio por su afición al látigo, y a Eusebio no le satisfacía Perico porque era cachazudo y se escapaba, y él debía ir a buscarlo a Cerro Calvo. Siempre se dijo que el asno retornaba a la finca atraído por una burrita blanca que le endulzaba las orejas con rebuznos de amor. Se habló de un rapto de romanticismo, y también de la dureza de la soltería cuando la urgencia llama. Sin embargo, al ser un burro capón lo de la soltería no rimaba con urgencia. Así siendo, los más retorcidos aseguraron que la burra blanca no existía y que se trataba de un burro blanco...
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Pese a los desencuentros, Eusebio y Perico optaron por la mutua tolerancia. Empero, la tolerancia suele tener aliento corto, y el heladero explotó por el numerito que se montó el burro en el paradero de trenes. Una tarde encapotada, los truenos y los relámpagos, precursores de la tormenta, asustaron al animal. Perico corcoveó presagiando el peligro. Al arribar el aguacero, Eusebio corrió a guarecerse en la caseta de la estación, y dejó al burrito amarrado a un poste. Mas, aquella tarde, burro y lluvia no congeniaron. Perico dio el tirón y puso rumbo a la casa de Lea, dejando en la espantada un reguero de recipientes y de helados adornando el camino.
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Eusebio no dio ninguna explicación y Lea no se lo prestó más.
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Pero, Victoria, con el marido en cama y los gastos cortándole el respiro, se lo alquiló al dueño de un carro conocido por la "ferretería ambulante". Perico trabajó sin desmayo a cambio de nada. Concluida su "participación" en el negocio del metal, pasó a "colaborar" en la recogida de torcerolas(una especie de barril) de manteca.
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Finalmente la alianza laboral Lea-Perico echó a rodar. Lea, ergo sacudirse la gripe, plantó su presencia en el pescante del carretón, con el borrico entre las varas haciendo del sufrimiento una labor monótona y sin brillo. La ciudad entera los vio pasar multiplicando recorridos bajo un Febo abrasador y con la brisa ausente, para regocijo de Lea y fatiga de Perico, que acarreaba hasta un millar de botellas en cada viaje, además del carretero y algún familiar o amigo.
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El burrito se habituó a prensar con sus cascos las empedradas calles, en jornadas de aliento largo y descanso corto. Consiguiendo con su inalterable mansedumbre la amistad de la gente.
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En este ir y venir se amontonaron los días hasta formar quince años, con muchos millares de botellas hermanadas al cansancio del asno.
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El negocio de Lea creció en la misma medida que Perico envejecía. Y apenas los ahorros compusieron la suma, en la botellería hizo su entrada un camión.
El borrico, con la vejez en los músculos y el pedido de descanso en los ojos, contempló sin encono el arribo del "competidor".
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Lea, con una suave caricia en el lomo le concedió la libertad. Y junto a la jubilación, le otorgó de por vida una ración diaria de abundante y apetitoso maíz. A la mañana siguiente se produjo el relevo.
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Entonces el burro, enarbolando la bandera de la libertad, y ya con los esfuerzos, los azotes, y la cuerda atada al cogote archivados en el pasado, empezó a esculpir la dimensión de su historia. Alternado andar cansino y trote leve, insistió en empalmar los trayectos de siempre, aunque ahora movido por los hilos de su instinto.
Al principio su ambular levantó polvaredas de oposición, ya que muchos no admitían que un animal se paseara libremente por las calles. Sin desanimarse, Perico escuchó la voz de la cordura, y aunando empeño, buen talante, y reiteración de paseos, disolvió el témpano de la reticencia. La gente lo mimaba y los niños le ofrecían caramelos, que él saboreaba con fruición de sibarita.
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Amparado en el telón de fondo de la aceptación, en un tris apareció su vertiente creativa: con el hocico acariciaba puertas y ventanas, y la gente le agradecían la visita dándole pan, su comida favorita. El asno memorizaba las casas y volvía cada jornada a pedir más. El quehacer del burrito gustaba, y nuevas personas se fueron agregando a la invitación con tal de verlo comer. Obtenía tanto pan diariamente, que un vecino comentó por lo bajo: "A este paso, el Perico se va dedicar a la reventa de pan".
Lo curioso era, que el burro nunca aceptaba agua para bajar la comida. A no ser la de Victoria, que lo recibía con un balde lleno a su regreso cada atardecer. Dicen, que ante tanta agua fresca Perico rebuznaba de alegría.

No obstante, cierto día se produjo un inesperado cambio: siguió rehusando el agua pero empezó a aceptar la cerveza. Primero en los bares, luego en las casas. Daba gusto verle el morro lleno de espuma; parecía que se iba a afeitar.

Empero, el burro, al igual que los hombres burros, claudicaba frente al exceso. Una vez, con menos sensatez de lo aconsejable y más cerveza de lo conveniente, resolvió enfilar para la botellería. Pisó el empedrado agitando las patas igual que si bailara una rumba, y engañado por la borrachera vio la calle llena de sinuosidades, y en una de las sinuosidades un automóvil que venía en su dirección. A fin de esquivarlo, tomó una ondulación. Justamente la misma ondulación por la que se aproximaba el coche. Entonces, la coincidencia los enfrentó con este saldo: un vehículo abollado, el burro pateando al aire tumbado en el suelo, y el conductor huyendo a los saltos como si temiera perder la virginidad.

Más quebrantado que promesa de novio, lo llevaron a la botellería.
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Al saberse lo ocurrido, la gente contuvo la respiración. Los niños lloraron intuyendo lo peor. Y los viejos sonrieron al pensar en el conductor, saltando tal si tuviera una brasa en el calzoncillo.
El desfile en casa de Lea no se hizo esperar. El matrimonio, gastando paciencia, a cada visitante le pasaba el "parte médico diario".
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Pero, ¿un coche antiguo iba a ser el verdugo de tan singular animal? ¡No! Perico superó los dos malos tragos; el de cerveza y el del atropello. Y para júbilo de todos retomó sus itinerarios. Eso sí, el accidente le enseñó el sentido de la palabra prudencia, pues, aparte de medirse en la cerveza, antes de cruzar una calle se detenía, estiraba el cogote como si espiara a la vecina, y miraba hacia todos lados, inclusive arriba, porque ya desconfiaba hasta de los aviones.

Muchos intentaron utilizar la popularidad del burro, a fin de enfatizar sus tesis moralizadoras. Desde el politicastro pasado de rosca al personajillo de la prensa, buscaron adornarse centrando sus ataques en Lea, al que acusaban de haberse enriquecido con el trabajo del asno, y ahora Perico vivía de la mendicidad.

Cuentan que el edificio del periódico El Mundo, casi desapareció sepultado por las cartas de reproche, ya que era de dominio público el cariño existente entre Lea y el burrito.
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Registran las crónicas de la época, que el asno hallábase enfrente del Café Villaclara. Y Lea, al verlo cabizbajo, como hundido, fue junto a él. Lo notó afiebrado. El hombre con voz entrecortada, le dijo:
-Estás enfermo. Vamos pa la casa.
El burrito obedeció y regresaron a la botellería.
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Al otro día, el 26 de febrero de 1947, Perico se apeó de la vida.
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La causa nunca quedó clara: una versión habla de muerte natural porque sus huesos cedieron a la vejez y la vejez le paró el corazón, y otra afirma que falleció por una excesiva ingesta de boniatos.
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Su fallecimiento conmocionó Santa Clara, y puso sombras de luto en todas las miradas. ¡Fue un hachazo desgarrador! La perplejidad superó a la capacidad de asimilación, y los comentarios corrieron con la coherencia trastabillando en un errar perdido. Parecía que con la desaparición del animal se había ido la razón de la existencia.
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El pueblo, fiel a su amado burro, quiso enterrarlo en el cementario local para que yaciera junto a sus seres queridos. Pero, Lea, con la venia del Ayuntamiento y previo consentimiento del Gobierno Provincial, optó por sepultarlo en el patio de la botellería.
-Si regresaba todas las tardes a dormir en casa, en casa dormirá pa siempre -sentenció Victoria.
Con las manos húmedas en lágrimas, palada a palada el pueblo cavó la sepultura del inolvidable burrito.
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La esquela que apareció en los periódicos, notificando las exequias para las cinco de la tarde, concluía diciendo: "Se fue el asno Perico, pero nos dejó su filosofía de amor y de amistad".
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A la hora de la despedida el sol se negó a comparecer. La vegetación, atribulada, arrió sus ramas. La elegante coreografía de pájaros y mariposas detuvo su andar, y la penumbra se acurrucó en el friso de las cosas. La ciudad se detuvo. Obreros, comerciantes, maestros, alumnos, y personas de toda condición social, formaron una multitud transida de dolor. Flores y coronas se amontonaron junto al cuerpo de Perico.
El senador de la República, doctor Elio Fileno de Cárdenas, asistió al funeral representando a las autoridades de la nación. En medio de un espeso silencio, y con un discurso pleno de tristeza, el asambleísta lo despidió a pie de tumba.
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La historia recibió al burrito en su regazo, y su fama inspiró programas especiales de radio, y elogiosos artículos en la prensa nacional. Incluso, el The New York Times, tituló una crónica con estas tres palabras: "Perico has died" (Perico ha muerto).

El soplo del tiempo agigantó la figura del animal. No obstante, él sigue a la espera de un poeta que le cante, de un músico que lo arrulle, de un escritor que en un libro inmortalice su sentido de la amistad. Pues, hasta hoy, sólo en el cobijo del metal halló su sitio hecho escultura.

Van sesenta y dos años desde su mutis, y el burro permenece inalterable en la memoria de todos. Y aunque Perico habita en la ausencia, sus anécdotas perduran y continúan burbujeando en las calles de la ciudad que amó y lo amó.
Pero, aún nadie sabe cual de estas facetas define su personalidad.
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¿Fue un galán?
Cuentan que alguien le puso una flor en la boca, y el borrico se encaminó hacia una anciana - sentada en la puerta de su casa- y se la echó en la falda. Después, con aire ceremonioso bajó la cabeza en una inclinación de cortesía. La mujer miró la flor, miró al burrito, y pensó:
-Si mi marido viviera se mordía los bigotes de celos.
Desde ese momento a la viejita la llamaron "la novia de Perico".
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¿Fue un ciudadano distinguido?
En las aperturas de los carnavales, el asno era un invitado de honor. Tenía un espacio exclusivo, y se quedaba ahí durante la fiesta presumiendo de personaje. Mientras, a su lado, un cuidador de vez en cuando en un plato le servía cerveza. Desde lejos, Victoria y Lea se divertían viéndolo tan figurón, secándose la espuma a lengüetazos.
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¿Fue un parrandero?
En las noches siguientes, y ya libre de la invitación de honor, participaba de los desfiles carnavalescos integrando la comparsa Los Pilongos, y dejándose llevar por el embrujo de la música bailaba como el que más.
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¿Fue un agitador estudiantil?
Con los estudiantes del Instituto de Segunda Enseñanza, intervenía en sus reivindicaciones, y supo encabezar una manifestación con carteles colgando de su lomo, en protesta contra la cacareada e impopular "Prueba Selectiva".
En otra ocasión salió portando carteles en los que se leía "Abajo Batista" (el presidente), y también "Abajo el Director" (del Instituto), porque con la anuencia de los politiquillos de turno, autorizaba a algunos "líderes estudiantiles" a hacer colectas en favor del estudiantado, y luego se embolsaba el dinero.
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¿Fue un inadaptado a las buenas costumbres?
Con total discreción se sabía colar en el Parque Vidal a darse panzadas de césped, por eso todos los días hacia allí orientaba sus pasos. Mas, cierta vez, su intención se frustró por culpa de dos puntos de vista no convergentes: el burro, habituado a ese recorrido, se topó con un joven policía -de reciente aterrizaje en la ciudad- que le ordenó no avanzar. El borrico, al no comprender que aquel señor tuviese autoridad para frenarlo, no aceptó la "invitación" a suspender la marcha y olvidarse del banquete con la hierba mejor cuidada, e insistió en su propósito. El agente, a fin de espantarlo, inició una actuación repleta de mímicas y ademanes a brazos tendidos, asociados a una repetición de voces, silbidos y gritos de los vaqueros que él veía en las películas. Al poco rato, el incidente derivó en espectáculo cómico, ya que las personas presentes se partían de risa.
Entonces, el policía, intimidado por el ridículo (sobre todo ante las chicas que le gustaban), y viendo que el burro se hacía el burro, la emprendió a bastonazos con el animal. Perico soltó una sonora ventosidad, pero se mantuvo firme. El vigilante, encocorado por la falta de respeto, le sacudió otra lluvia de golpes.
La gente que amaba más al borrico que a la rigidez policial, montó en cólera y amenazó con linchar al novato representante de la ley.
Sin embargo, el joven guardián del orden tuvo un minuto de suerte, ya que en ese instante un sargento de la Policía se acercó al lugar. Una suerte relativa, puesto que el sargento, con más ostentación que un pavo real, lo reprendió delante del gentío. A voz en cuello le soltó:
-¡Los animales tienen el mismo derecho que cualquier ciudadano de la República!
El agente bajó la cabeza, y se marchó más arrugado que el pescuezo de una vieja.
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¿Fue un transgresor de las ordenanzas municipales?
Un día Perico tuvo un mal día, ya que un alcalde apellidado Artiles, se asomó por una de las ventanas del Palacio de Gobierno, y lo vio pastando tranquilamente en los jardines del Parque Vidal. Indignado, el alcalde mandó a un policía a detener al burro por comerse el césped público. El uniformado, sabiéndose observado por la primera autoridad de la capital, quiso hacer buena letra; se quitó el cinturón y se lo pasó por el cogote. Y con una mano sujetándose el pantalón y con la otra arrastrando al burrito, se lo llevó preso.
Ypso facto, los vecinos y los estudiantes tomaron la calle en espontánea manifestación.
Ante la magnitud del descontento el alcalde se echó atrás, convencido de que por ese camino peligraba su reelección. Por lo tanto, ordenó la urgente libertad del asno, con la estricta prohibición de pisar el Parque Vidal.
En solidaridad con el animal, e interpretando el sentir del borrico, alguien le colgó del cuello un letrero con esta frase: "No voten a Artiles porque no me deja comer en el parque".
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De sendos choques con la autoridad, Perico memorizó el azulado uniforme de los policías, y cuando llegaba a la acera de enfrente del parque, alargaba el pescuezo espiando en todas direcciones. Y si veía un agente, reculaba en puntillas con pasos de ballet. A una distancia prudencial salía al galope como si llevara un petardo en el trasero, y precipitadamente se largaba por la primera bocacalle.
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Ahora el turista comprenderá porqué la escultura del burro Perico está sobre el césped. Si bien, el sitio idóneo siempre será el que indica la foto siguiente: el Parque Vidal.
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Ricardo Muñoz José
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Reminiscencia elaborada con los datos obtenidos en Internet.
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Bobby, el perro que vive en el tiempo.

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¿A TODOS LOS POLICÍAS DE GRAN BRETAÑA SE LES LLAMA BOBBY EN HOMENAJE A UN PERRO?
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Esta historia tuvo lugar en Edimburgo (Escocia), ciudad de casas encantadas gimiendo en ruidos inquietantes, de fantasmas errantes transitando las tinieblas sin hallar asidero para el descanso, y, en la que aún colea el tétrico tiempo de los ladrones de cadáveres*.

En la mitad del siglo XIX, cuando la pésima economía de Gran Bretaña ahogaba a Jonh Grey (Jock), un humilde jardinero, el dedo de la urgencia le mostró el camino del escape de la miseria. Y para darle un vuelco a sus penurias con su familia se estableció en la capital.
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Era mala época para la jardinería, por lo que Jock archivó el cuidado de las plantas y se decantó por el cuidado de los vecinos, haciéndose policía. Y, remando contra el viento, convirtiendo en elástica la paga, exprimió cada moneda hasta lograr que su familia pisara terrenos de estabilidad. Sin embargo, a la vida familiar le faltaba un elemento que completar su arraigo y alegrara la dureza de aquellos años. La palabra adopción se asiló en los corazones. A los pocos días un perrito hizo su entrada en la casa.
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Era un skye terrier (raza canina originaria de la isla de Skye, de reconocida lealtad y carácter extrovertido). Lo llamaron Bobby. - - - - Y Bobby, tal vez pensando en aliviar la diaria lucha por el pan, devino en compañero inseparable de Jock; donde iba el hombre, cual una sombra peregrina el chucho lo seguía. La afinidad definió al dúo: uno sin el otro no podían vivir. Jornada tras jornada Bobby acompañó a John en su labor policial, participando de las patrullas como un agente más. La tierna amistad atrajo la simpatía de todos. Bobby obtuvo el reconocimiento de los otros policías, siendo querido y respetado cual un camarada integrado en el cuerpo.
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En 1860, un capitán de la Marina británica visitó Edimburgo, y la impresión positiva de ciudad culta, con bonitas edificaciones y suntuosas obras de arte, se enturbió por un detalle; la población usaba relojes y había relojes en los edificios públicos, pero todos marcaban una hora distinta. Un año después, y gracias a su mediación, la anomalía se subsanó. A fin de que todos pudieran ajustar el suyo, todos los días a las trece horas en punto, desde la explanada del Castillo de Edimburgo se disparaba una serie de cañonazos (costumbre que se mantiene hasta hoy).
.El sargento Scott -gran amigo de John Grey, y que cumplía servicio en el castillo-, trabó una buena amistad con Bobby, y acostumbraba llevarse el perro a su lugar de trabajo. El can se ganó el cariño de los uniformados allí emplazados. El sargento Scott, encargábase de los disparos del cañón de la señal horaria, Y Bobby, aprovechando el descanso de Jock, iba a diario a la colina a presenciar la salva de las trece horas. Ergo los cañonazos, y cuando su estómago requería el almuerzo, regresaba a la casa.
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La amistad de Jock y Bobby fue de corto recorrido. En el interior del hombre residía un poderoso enemigo. Una endémica enfermedad que le afectaba los pulmones, y que en aquel tiempo su nombre producía espanto: ¡tuberculosis! El mal le provocaba dolorosos arrebatos de tos y le entorpecía la movilidad. Sólo Bobby era conocedor de tal desgracia. Cada vez que a Jock lo atacaba la tos, veía que el rostro se le transformaba, como si la falta de aire se lo pintara color rubí. El sufrimiento del amigo abrumaba al perrito, que, con mirada de comprensión y meneando la cola, pegábase a las piernas de Jock, a ocultar en los bajos del pantalón su infinita tristeza. No obstante, John Grey no conoció el rechazo social ni el ineludible despido del cuerpo, porque la muerte tuvo la deferencia de cortarle el padecimiento. ¡La tuberculosis lo convirtió en difunto el 15 de febrero de 1858!
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Por expreso pedido de los compañeros de John, los deudos accedieron a enterrarlo exactamente a las trece horas. El sargento Scott, con el ánimo tiritando en un sollozo, disparó el cañón despidiendo al amigo. Fue el único homenaje que recibió John Grey en su concluyente partida. Lo enterraron en el pequeño cementerio cercano a la iglesia de Greyfriars (Iglesia Presbiteriana).
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Sin lógica que apuntalara el entendimiento, Bobby se ocultó entre las sepulturas y ahí se quedó. Las horas pasaron palpitando en la inmovilidad del sitio. Al oscurecer, con la dicha recluida en el recuerdo y el silencio fustigando su fragilidad, se echó sobre la tumba del amigo. El plomo del pesar lo abatía. Era invierno. El cielo soltaba lágrimas de nieve en la noche aterida, y esculpía la superficie con algodones congelados. El perrillo amoldó al suelo su insonora presencia, y su mirada recorrió las tinieblas como esperanza sin destino. El césped encharcado, las lápidas en pie, y la arboleda sobrecogedora, escoltaban su honda desolación. Se durmió.
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James Brown, el anciano jardinero de la iglesia y también cuidador del cementerio, a la mañana siguiente halló al perro durmiendo arriba del sepulcro. La escena le cortó la respiración. Su vista cansada se anegó ante tamaña demostración de amor. Bobby abrió los ojos. La humedad agazapada en el aire convirtió su despertar en gélido desperezo. Sólo los latidos de su corazón musicando el recorrido de la sangre, componían la savia de su aliento.
El viejo James, aunque perforado por la pena, obedeció las ordenanzas (por anuencia general hallábase prohibido el acceso de perros a la necrópolis) y lo espantó. Bobby permaneció rondando por las cercanías. Cuando se hizo la noche, regresó. Al despuntar de la subsecuente jornada, la figura del animalito acostado encima de la fosa, se estampó delante del sorprendido mirar del señor Brown. Día tras día se fue repitiendo la escena, derivando en una suerte de ritual; James Brown lo expulsaba y con la oscuridad Bobby volvía. Se acomodaba sobre el túmulo, y en el gélido regazo del ambiente se dormía. La baja temperatura lo castigaba con su inclemencia, pero él resistía el álgido ataque; entibiando la tumba y pidiéndole piedad al acoso invernal. Al alumbrar el otro día, James Brown se acongojaba delante del tembloroso ovillo de pelo acurrucado en la fosa, como si desafiando al frío le pasara su calor al cadáver del amigo.
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La familia de John Grey venía a por él. Incluso, el sargento Scott intentó adoptarlo. Pero todo cuajaba en intento inútil; el perrillo huía a la necrópolis y se instalaba en el amplexo de la sepultura. Asimismo hubo vecinos residentes en las proximidades, que por las noches lo llevaban a sus casas. Mas, el perrito se sentía preso y aullaba lastimosamente, hasta que le permitían volver al túmulo del inolvidable Jock.
. En esos años difíciles, el pan giraba en torno a un solo trabajo de largas horas y corta paga. Sin embargo, el bueno de James Brown se jugó el puesto y dejó que Bobby se quedara. El admirable gesto del anciano afloró la sensibilidad de la gente, que arriesgándose a duras sanciones, premiaron la fidelidad del perrillo arrimándole comida y agua tibia.
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Las autoridades del condado y los religiosos de la iglesia de Greyfriars, vencidos por la insistencia del perrito, también optaron por tolerar su presencia. A muchas personas les alegró tal decisión, pues Bobby era como el guardián de los muertos, dado que aún se temía la acción de los ladrones de cadáveres (tan aciagos en las primeras décadas del siglo XIX).

Bobby, más por falta de amigos que por hambre, después de oír los cañonazos de las trece horas, diariamente acudía al Café Traills (un lugar al que iba con Jock en los días felices), y el dueño del local le hacía servir el almuerzo. Su asistencia era tan esperada, que poseía plato propio.

Concluido el invierno, el frío emigró a otras latitudes llevándose su condena de grilletes helados. La primavera llegó. El sol ya escalaba las mañanas acercando ronroneos de caricias y revuelos de sonrisas. Todo había cambiado. La vitalidad de la luz destapaba existencias. Los colores lucían revividos, y en la cima de las piedras se acomodaban los reflejos. Los árboles eran campanas verdes, y los pajarillos aturdían desde la cumbre de los gajos.
El verano se presento, y el sol, astro de fuego y alimento de la naturaleza, con su áureo rostro y diadema de oro, desde muy temprano ardía en el confín de lo desconocido. Durante el día Febo abrillantaba el mármol funerario, y luego del tinte vespertino, las noches navegaban en un insondable mar de estrellas.
El desembarco del otoño teñía de dorado la arboleda, y de su ramaje goteaban hojas secas sobre la tierra callada, dejando tras su paso las copas despobladas y los nidos desamparados. Y otra vez la noche con sus alas ahumadas paseando de tumba en tumba, destejiendo siluetas, trepando el andamiaje de la quietud. Después, la entrada de un sol tímido le aclaraba el camino al nuevo día.
El invierno volvió regalando glaciales manotazos, corriendo cementerio adentro, colocando su afilado soplo en el yerto ambiente. Con el amanecer, el sol saltaba desde el infinito trayendo auroras acunadas en lejanas lumbres.
Así, estación tras estación, año tras año, y Bobby siempre ahí, acomodando su cuerpo en esférica postura, tal si buscara abrigo en la calidez de su propio pelo.
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En 1867, a raíz del aumento de perros abandonados, a veces portadores de rabia (mortal por entonces para los humanos), los gobernantes de Edimburgo endurecieron la normativa, decretando la obligatoriedad de matricular a todos los canes de la ciudad. Y los que no estuvieran registrados los ejecutarían de inmediato. La flamante exigencia complicó la vida de Bobby, pues, luego del fallecimiento de John Grey era un perro vagabundo. Todos lo amaban, pero nadie se había hecho cargo de él ni pagaba su licencia. Y ese status conducía a la muerte. ¡La parca le pisaba los talones y él no lo sabía! ¿Qué hacer? La fuerza del exterminio comenzaba a cercarlo. Sólo su instinto de conservación podía salvarlo.
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El puño del trágico final no cayó sobre sus huesos, gracias a que la fortuna le arrimó una mano amiga; el Lord Provost de Edimburgo, sir William Chambers, al enterarse de la peligrosa situación pagó la licencia que lo amparaba bajo el manto legal. Le puso un collar con una placa en la que se leía: "Greyfriars Bobby from the Lord Provost, 1867-Licensed". Licencia que renovó cada año.
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Bobby salió doblemente favorecido, ya que sir Chambers, apoyado en el amor de la gente hacia el perrito, venció la reticencia de los religiosos de la iglesia de Greyfriars, y ordenó construir una caseta junto a la tumba de John Grey, a fin de que el can se refugiara de las temperaturas más inclementes.
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El tiempo continuó enhebrando calores y fríos, brisas, vientos y nevadas, sin importarle la suerte del animalito que acompañaba al amigo ausente.
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El rudo invierno de 1872, cuando el calendario marcaba el amanecer del 14 de enero, desde la tenebrosidad vino la muerte taladrando resistencias empañadas, y al desplomarse sobre Bobby, cubrió de inmovilidad su destino de arcilla. Los pequeños párpados se cerraron y la respiración claudicó ante la carga de la quietud. Sus ojos ya nunca más verían los navajazos del rayo, ni la arboleda devorada por la niebla, ni las lápidas estremecidas por el viento rabioso. ¡Bobby había muerto! La mano cruel de la parca se lo llevó mientras dormía. Las lágrimas, al inundar el despertar de Edimburgo, estrujó gargantas y destrozó corazones..- --------------------------------------------¡Bobby has died! ¡Bobby has died! -gritaban las voces enmudecidas.

El amado perrito ya era pasajero de un tiempo interminable.
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Su adiós le puso colofón a catorce años de firme compañía. Catorce años consumidos con el fervor de la lealtad, sin ceder nunca a los llamados del bienestar de una casa, ni a las caricias de otra gente. Catorce años con una única imagen engarzada a su memoria; Joch, el amigo del alma.
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El pueblo, por unánime consenso, resolvió que fuera enterrado en el cementerio de Greyfriars, a pocos pasos de la sepultura de John Grey.

La baronesa Angela Georgina Burdett-Coutts, para que la gesta del perrito no naufragara en el olvido, le pidió al artista William Brody una escultura de bronce. El 15 de noviembre de 1873 se inauguró el monumento casi a escondidas, ya que no hubo ninguna ceremonia. Lo emplazaron en la cuesta de Candlemakers. A escasa distancia de la entrada principal del cementerio, y enfrente del Café Traills (que todavía existe bajo el nombre de Bobby's Bar).
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El plato y el collar de Bobby se conservan en Hunt Hose Museum (un museo dedicado a la historia de Edimburgo).
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De él se escribieron muchos libros. Se filmaron numerosas películas, y su vida traspasó fronteras, viajando de boca en boca, en revistas, sellos de correo y tarjetas postales.
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En la actualidad rivaliza en fama con el Castillo de Edimbrugo. Ningún turista que visite la ciudad deja de fotografiarse con la escultura de Greyfriars Bobby.

Pero quizás, la mayor recompensa está reflejada en un hecho; el pueblo británico a todos los policías los llama Bobby, en honor al inolvidable perrito.

No obstante, después de los 137 años transcurridos desde su desaparición, aún flota en la atmósfera de Edimburgo una pregunta: Bobby, ¿fue un mártir de la lealtad?


*- Ver: ladrones de cadáveres, aparición de tumbas con armazón de hierro, y los ataúdes blindados.

Enlaces de interés:
http://www.greyfriarsbobby.co.uk/
http://www.the-grassmarket.com/history/greyfriars-bobby.html
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Ricardo Muñoz José
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Historia e imágenes tomadas de Internet.